La lluvia comenzaba a caer con suavidad sobre la ciudad, como si el cielo supiera que algo oscuro se cernía sobre los Montiel. Isabella conducía con el corazón acelerado, los dedos tensos en el volante, la vista fija en el camino. Aquel silencio de la mañana había sido un presagio, una señal de que algo no estaba bien. Leonardo no había aparecido en la oficina, no había llamado y su celular seguía apagado. El miedo comenzaba a calarle los huesos.
—Tiene que estar con ella —susurró Isabella, como si al decirlo en voz alta pudiera convencerse. —Tienes que estar con Valeria...
Con esa idea la llevó hasta la casa de Valeria. Al llegar, estacionó frente al portón de hierro forjado. Se bajó con prisa y llamó al timbre. A los pocos segundos, una sirvienta abrió la puerta.
—Buenas tardes —dijo Isabella, empapada por la lluvia.
—Buenas tardes, señorita, ¿puedo ayudarla?
—Estoy buscando a Valeria. Es urgente.
Desde el fondo de la casa, Valeria sorbía una taza de café. Escuchó el timbre y frunci