Leonardo estacionó el auto frente a la casa de Valeria. El cielo estaba encapotado, y una brisa suave agitaba las hojas de los árboles que bordeaban la acera. Bajó del auto con rapidez, rodeó el capó y abrió la puerta del acompañante. Valeria lo miró con una expresión cansada, aunque sus ojos brillaban con una chispa que no era del todo inocente.
—Ven, vamos —dijo Leonardo, extendiéndole la mano.
—Gracias, Leo —respondió ella con una sonrisa leve, casi dulce.
Leonardo le rodeó los hombros con cuidado mientras la ayudaba a bajar. Caminaban lentamente hacia la entrada de la casa. La fachada era elegante, de columnas blancas y jardineras bien cuidadas, pero en ese momento todo parecía más frío de lo habitual.
Al cruzar la puerta, una mujer de uniforme salió al encuentro.
—Buenos días, señorita Valeria.
—Buenos días. —Llévame un jugo a mi habitación —ordenó con voz suave pero firme.
—Sí, señora.
Leonardo la ayudó a subir las escaleras. El ambiente en la casa era silencioso, apenas interru