Ya pasaban de las seis y cincuenta cuando empecé a apagar el ordenador. La luz de mi despacho era la única encendida en todo el piso —todos los demás ya se habían ido. El lunes había sido agotador, pero extrañamente ligero.
Era como si, solo por saber que mi decisión estaba tomada, parte del peso que llevaba sobre los hombros se hubiera esfumado.
Respiré hondo, cogí mi bolso y me iba a levantar cuando la puerta se abrió.
Mi corazón dio un salto.
Alessandro entró como si tuviera derecho a invadir lo que quisiera, y por un instante, solo nos miramos. La misma cara, la misma mirada, la misma presencia que todavía me movía tanto… pero que ahora me causaba más dolor que