(Larissa)
El cielo ya empezaba a clarear cuando oí la puerta de la celda abrirse de golpe.
Me encogí en un rincón, con los ojos ardiéndome de tanto no dormir y la cabeza latiendo con fuerza. Apenas podía sentir el cuerpo, entre el miedo, la tensión y el cansancio. Pero cuando vi la silueta de Enzo atravesar la luz gris de la mañana, algo dentro de mí se congeló.
Estaba... diferente.
Tambaleante.
Con la camisa rota, el rostro lleno de arañazos y sangre seca en la barbilla. El brazo izquierdo vendado a toda prisa, manchado de rojo. Parecía que había salido de un campo de batalla.
Pero lo peor vino cuando se detuvo frente a mí.
Con una sonrisa torcida, cansada y casi satisfecha, lanzó algo al suelo.
Una camisa.
La conocía. Era de Alessandro. La llevaba siempre.
—Mira lo que ha quedado de tu héroe —dijo Enzo, jadeando, con la voz más ronca que nunca.
No pude responder de inmediato.
Solo miré.
Miré aquella camisa tirada en el suelo, manchada de sangre. Demasiada sangre.
—¿Qué... qué