(Larissa)
Mis manos ardían. La cuerda me apretaba la muñeca hasta el punto de que ya no sabía qué era dolor y qué era entumecimiento. Intentaba respirar despacio, mantener la calma. Perder la cabeza no iba a sacarme de allí. Perder la cabeza no iba a devolverme a Paula. Perder la cabeza solo haría que perdiera el poco control que todavía me quedaba.
El cielo empezaba a clarear detrás de la ventana cubierta con una tabla de madera, finos haces de luz intentaban colarse por las rendijas. La noche había pasado… había sobrevivido. ¿Pero a qué precio?
Me moví despacio, sentada en el suelo frío, la espalda apoyada contra la pared húmeda. Llevaba encerrada allí desde que todo ocurrió. Desde que mataron a Paula. Desde que me pusieron la capucha en la cabeza, me ataron como a un animal y me tiraron en aquel cuarto mugriento.
Fui a la clínica porque necesitaba saber. Escuché a Rafael y a Diogo hablando. Eso me carcomió por dentro. Y entonces Enzo me llamó, con la voz débil, pidiendo ayuda.
Y yo