(Alessandro)
El coche se detuvo frente a la clínica y fui el primero en bajar. La sirena de la policía aún parpadeaba más adelante, pero el lugar estaba en silencio. Un silencio denso. Como si hubieran arrancado el aire mismo de dentro de aquel edificio.
Diogo y Fernando vinieron justo detrás de mí. Caminamos entre los policías y la cinta de aislamiento. Los ojos de los agentes me siguieron; sabían quién era, pero ninguno se atrevió a detenerme.
—Jesús… —murmuró Diogo al pasar por la puerta abierta de par en par.
Aquello parecía un campo de batalla.
Disparos por todas partes. Marcas de sangre en el suelo y en las paredes. Los cristales de la recepción destrozados, y el mostrador, usado como parapeto por alguien. En un rincón, un charco de sangre todavía fresco. No necesitaba preguntar de quién era.
Tragué saliva.
La adrenalina me impedía sentir el dolor de la reciente cirugía, pero mi cuerpo entero estaba helado.
Atravesamos el pasillo, pasando por una puerta reventada. La luz del tec