Sentí cómo los nervios volvían con fuerza, como una ola que me tragaba entera.
— ¿Qué haces aquí, Alice? — preguntó mi madre, con la voz firme y cargada de incredulidad. — ¿Quién te llamó?
Abrí la boca para responder, pero mi padre fue más rápido. Dio un paso al frente, levantando la barbilla con una firmeza que no veía en él desde hacía años.
— La llamé yo — dijo, con la voz segura aunque aún emocionada por lo de antes. — Fui yo quien le pidió que viniera.
Mi madre frunció el ceño, pero no dijo nada.
— Me arrepiento de todo lo que hicimos con ella, y tú también deberías arrepentirte. Alice nunca tuvo la culpa de haber nacido con la enfermedad. Somos sus padres, deberíamos haber sido su refugio. Pero fuimos su pesadilla… sólo dolor.
Las lágrimas volvieron a caer por mis mejillas y no pude contenerme. Mi madre me miraba en silencio, inmóvil.
— Y aun así… — continuó mi padre, con la voz pesada de arrepentimiento — aun recibiendo sólo rechazo y rabia por nuestra parte, ella nunca nos aba