Llegué a casa ya pasando la medianoche. El silencio en la sala parecía más alto que el motor del auto en el camino. Dejé la llave en el aparador de la entrada y tiré la chaqueta en el sofá, sin muchas ceremonias. Mi cabeza era un caos. Entre Enzo, Larissa, Carlos... no quedaba espacio para nada más.
O casi nada.
—Te tardaste. —escuché la voz de Chiara viniendo del pasillo, suave, pero con ese tono de reclamo disimulado.
La miré por un segundo, pero seguí caminando. Solo quería subir, tomar una ducha e intentar, por al menos cinco minutos, pensar en silencio.
—Alessandro... —insistió, siguiéndome. —Estás raro desde hace días. Más frío, distante. ¿Pasó algo? ¿Ya... ya no me amas?
Me detuve a la mitad de la escalera. Suspiré. Eso era lo último que quería discutir ahora.
—Chiara, por favor... ahora no. —murmuré, volviendo a subir los escalones.
Ella vino detrás de mí.
—¿Ahora no? ¡Alessandro, apenas me miras! ¡Apenas me hablas! Algo está pasando, sí, ¿y crees que no me doy cuenta?