El final del día llegó más rápido de lo que esperaba. Salí de la empresa agotada, pero con esa sensación buena de misión cumplida. Todavía estaba digiriendo todo lo que pasó.
Las miradas de los colegas, las sonrisas discretas, el hecho de haber logrado conducir la reunión aun con el corazón apretado y la cabeza llena.
Entré al carro y me recosté en el asiento por un segundo, soltando el aire despacio. Puse la radio en una estación cualquiera, más por necesitar sonido que por gustarme la música. Fue cuando el celular vibró en el asiento del copiloto. Miré la pantalla.
Número desconocido.
Fruncí el ceño. Casi no contesto esos, pero un presentimiento me hizo deslizar el dedo en la pantalla.
—¿Hola?
Hubo un segundo de silencio antes de que una voz conocida estallara del otro lado:
—¡Lari! ¿Eres tú?
Mi corazón dio un salto.
—¡¿Cathe?!
—¡AAAAAAAH, sabía que ibas a contestar!
Solté una risa sorprendida, llevándome la mano a la frente.
—Dios mío, mujer, ¡desapareciste!
—Yo no desa