La cena fue tranquila, casi terapéutica. Teresa hablaba sobre las flores del jardín, Lucio se quejaba de que nadie lo dejaba ponerle más aceite de oliva a la comida por el colesterol, y por algunos minutos, la vida parecía simple otra vez.
Después de que terminamos, Lucio se levantó con un brillo en la mirada.
—¿Y qué tal un ajedrez? Hace tiempo que no tengo una adversaria decente.
—No garantizo mucho —me reí, levantándome— pero acepto.
Fuimos hasta la sala de estar. La mesita ya tenía un tablero clásico de madera listo. Sacó las piezas de la caja con el mismo cuidado de quien maneja una reliquia.
—Esta fue regalo de mi papá. La recibí cuando tenía unos doce años. —Acomodó las piezas—. Vamos a ver si todavía recuerdas cómo se juega.
Jugué. Y jugué bien. Hasta gané una partida —pero Lucio jura que me dejó ganar.
Entre una jugada y otra, conversamos de todo. Películas viejas, recetas, viajes. Ninguna mención a Alessandro. Ninguna pregunta sobre trabajo, sobre empresa, sobre todo a