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Eva
Cuando regresamos a la habitación, el silencio era distinto. Más íntimo. Magnus cerró la puerta detrás de nosotros con suavidad, y su cuerpo casi enseguida se pegó al mío, cálido, protector, temblando apenas con algo que parecía necesidad contenida.
Me tomó de las manos y me condujo a la cama con una delicadeza inusual para un lobo como él. Me senté, y él se arrodilló a mis pies. Sus manos, fuertes y cálidas, comenzaron a acariciar mis piernas, mis muslos, mis caderas, como si quisiera grabar cada rincón de mí en su memoria. Luego subió lentamente hacia mi vientre.
—Ya se nota… —susurró, apoyando la palma con una ternura infinita sobre la leve curva que comenzaba a formarse—. Nuestro hijo… está ahí.
Me acarició despacio, en círculos suaves. Luego levantó la mirada hacia mí, y vi algo extraño en sus ojos. Vulnerabilidad.
—Fui un idiota —dijo, con la voz ronca, casi reverente—. Antes… te alejaba por miedo.
Lo miré sin comprender del todo.
—¿Miedo a qué?
Él tragó saliva. Su pecho