Narra Jean-Pierre.

Despierto con esa punzada seca en la nuca que no es dolor, sino un vacío que se instala como un huésped invisible y frío. Lo primero que noto no es su ausencia física, sino la alteración mínima en el aire: un silencio que no corresponde al descanso, sino al hueco exacto que deja algo cuando ya no está. Giro la cabeza, y lo que antes era un cuerpo tibio junto al mío se ha reducido a un caos de sábanas arrugadas, todavía húmedas, todavía impregnadas de esa mezcla de perfume y piel que se aferra a la memoria con más tenacidad que cualquier fotografía.

Me incorporo despacio, como si la prisa pudiera quebrar el frágil equilibrio que mantiene al mundo en pie. El silencio me observa. Es distinto del silencio habitual; este es una nota borrada de una partitura, un compás sin sonido, una ausencia que duele más que cualquier palabra. Camino descalzo por la alfombra gruesa, la bata abierta, el torso expuesto al frío y a la certeza: lo esencial falta.

En la mesa no hay nada. Ni