258. Brisa, Dulce y el mundo de cristal.
Narra Ruiz.
Yo les compro de todo. No hay límites. Si Dulce quiere helado del centro, no importa que estemos a doscientos kilómetros: bajamos en helicóptero en la terraza del local. Si Brisa dice que estaría bueno tener clases de piano con una rusa loca que entrenó en el Bolshói, al otro día está instalada en la casa. Chef privado, instructora de equitación, niñera que ya no usamos, clases de danza, de canto, de historia griega antigua si hace falta. Todo para ellas. Todo para que la nena crezca sin saber que el mundo real es una cloaca. Y todo para que Brisa no se dé cuenta de que, en el fondo, también está atrapada.
Ese día salen a montar por el campo. Brisa y Dulce, a pura carcajada. Se embarran hasta las pestañas, corren como dos salvajes en libertad. Vuelven sucias, despeinadas, con las mejillas rojas. Vuelven felices. Dulce me abraza las piernas como si yo fuera un árbol gigante y me mira con esos ojos que te piden perdón sin haber hecho nada.
—Ándate a bañar —le digo con una vo