Los días pasaron y el pasillo estaba en silencio. La luz blanca de los fluorescentes caía a plomo sobre las baldosas frías y el murmullo de la máquina que monitoreaba a Lisandro era lo único que rompía el aire tenso. Oliver estaba de pie, con la espalda recargada contra la pared y los brazos cruzados, como si quisiera atrapar su propio cuerpo para que no se desmoronara.
Fabricio salió del cubículo de observación con el ceño fruncido y los labios apretados. Tenía el rostro ojeroso, el pelo revuelto y una sombra de duda bailando en sus ojos oscuros. No necesitó decir nada para que Oliver entendiera que tampoco había dormido.
—¿Cómo está? —preguntó Oliver en voz baja, más por protocolo que por esperanza.
—Igual —respondió Fabricio mientras se sentaba a su lado—. Delicado, pero estable. El médico dice que, si aguanta las próximas cuarenta y ocho horas, puede que se despierte.
—¿Y entonces qué? —Oliver alzó una ceja, mirándolo—. ¿Le preguntamos si recuerda cómo un psicópata intentó asesina