La fiscalía olía a papel viejo, café recalentado y tensión atrapada entre expedientes. Apenas cruzó la entrada, Fabricio sintió cómo el ambiente se le trepaba por la nuca, como una humedad densa que se filtraba entre la camisa y la piel.
No era la primera vez que pisaba ese lugar, pero sí la primera en mucho tiempo que lo hacía sin un rol definido, sin estar de uno u otro lado del proceso. Esta vez no era fiscal, ni testigo, ni abogado defensor. Era solo un hombre buscando respuestas, y esas respuestas se escondían entre informes sellados, firmas borrosas y silencios estratégicos.
Se anunció con el nombre falso que usaba desde hacía años para asuntos delicados —uno que no levantaba sospechas, pero que le abría puertas—, y pidió acceso a los documentos del traslado de un recluso específico: Marcos Lenis.
El recepcionista, un hombre joven con expresión de fastidio crónico, lo miró con recelo antes de señalarle la sala de espera. Fabricio asintió, agradecido por la mínima cooperación.
Mi