Cuando Lisandro cruzó la puerta de su departamento, Oliver supo que no necesitaba hacer la pregunta.
No era necesario que hablara, ni que hiciera algún gesto específico. La forma en que cerró la puerta, en que dejó caer las llaves sobre la mesa como si le pesaran toneladas, en cómo caminó con los hombros vencidos, sin la mínima señal del hombre que solía llegar con la mirada afilada y la presencia imponente… Todo eso bastaba.
Aun así, Oliver preguntó.
—¿Cómo te fue?
Lisandro se quedó de pie, en silencio. Los ojos bajos. Las manos colgando a los costados. Sin chaqueta, sin reloj, sin nada que le diera la más mínima estructura.
—Siento que me arrancaron una parte de mí —dijo al fin, con voz grave, sin emoción—. Como si todavía estuviera ahí… pero no soy yo.
Oliver tragó saliva. Sintió algo en el pecho, un vacío raro. Quiso decir algo, algo útil, algo que lo hiciera sentir mejor. Pero no le salió nada. Las palabras murieron antes de llegar a la lengua.
Solo se le cruzó una cosa por la me