**ÚRSULA**
Un mes. Treinta días, entrando por las mismas puertas corredizas de acero frío, oyendo el susurro monótono de las ruedas de las camillas y el eco amortiguado de las conversaciones en los pasillos del hospital. Treinta días respirando el mismo aire cargado de desinfectante, viendo las mismas caras cansadas y preocupadas de los médicos, arrugas grabadas por la responsabilidad y la impotencia.
Un mes entero observando a mi padre, un gigante ahora reducido a una figura frágil y pálida, atrapado en una batalla silenciosa con la muerte. Sus manos, antes fuertes y llenas de callos por años de trabajo, ahora yacían inertes sobre la sábana blanca, como ramas secas despojadas de su verdor.
Cada mañana, el despertar era un golpe sordo. La misma luz gris filtrándose por la ventana, el mismo nudo en el estómago, el mismo pensamiento punzante: ¿y si hoy es el último día? La pregunta resonaba en mi cabeza como un eco implacable, robándome el aliento.
No entendía mi propia persistencia. No