—¿Crees que me voy a enamorar de ti si tenemos sexo? —preguntó ella, asombrada.
Él no se rió. No exactamente. Todo era demasiado intenso para eso. —Creo que si te hago el amor como es debido, es casi imposible que no te enamores de mí.
—¿Por qué no te preocupa enamorarte de mí? —le exigió. Y se dijo a sí misma que lo que la invadió en ese momento era indignación, no pánico. —¿Acaso no es igual de posible?
—Imposible —dijo él, y ella juraría que había algo casi sardónico en su tono.
Se negó a recrearse en la punzada de dolor que la invadió en ese instante. Ese pánico —esa indignación— la impulsó.
—No importa si me enamoro perdidamente, por improbable que sea —le espetó con vehemencia—. Todavía estoy comprometida.
—Así que, en el peor de los casos, te enseñaré lo que significa follar bien. —Y sin duda, un ligero tono sardónico se dibujó en la comisura de sus labios, aunque ella estaba demasiado nerviosa para fijarse en ello—. Probablemente habrá sollozos. Y súplicas, casi seguro.
—No t