CAPÍTULO 36. No voy a dejar que te pase nada

Eran solo las ocho de la mañana cuando Massimo bajó corriendo y cayó en sus brazos con el mejor saludo del mundo.

—¿Y tú cuándo vas a decirme «papá», jovencito? —le preguntó Franco—. ¿No ves que mi corazoncito ya no puede esperar? Yo soy pa-pá. A ver… pa-pá, pá-pá.

Lo sentó en su sillita de la cocina para desayunar y vio entrar a Victoria, que por supuesto no estaba a menos de tres metros de su hijo. La muchacha pasó junto a él con la barbilla levantada, sin saludarlo ni mirarlo. Pero apenas se levantó en punta de pies contra la encimera para alcanzar un bol, sintió el cuerpo del italiano apretándose contra su espalda.

—¿Y eso qué fue? —susurró Franco en su oído y la sintió estremecerse.

—Eso fui yo ignorándote, porque sería muy poco digno de una Mamma sacarte la lengua —replicó Victoria, pero la respiración se le cortó al sentir la ingle de Franco clavándose contra sus nalgas.

—¿Y por qué razón querría la Mamma sacarme la lengua? —preguntó Franco haciéndose el desentendido y Victoria
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