Alexander
El silencio puede ser un arma letal si sabes afilarlo con precisión. Y esta mañana, la oficina está llena de cuchillas invisibles. Todos sonríen, fingen trabajar como si no supieran que algo se cuece en el aire. Pero yo sé. Siempre sé.
Mia entra puntual. Como siempre. El taconeo firme de sus Louboutin resuena sobre el mármol y yo no necesito levantar la vista de la pantalla para saber que hoy ha venido con la falda lápiz negra, esa que le marca las caderas como si el tejido estuviera a punto de rendirse. El blazer ceñido no hace más que confirmar que, aunque venga enfadada, viene lista para la guerra.
Perfecto. Que venga.
—Buenos días, Sr. Blackwood —dice sin mirarme.
Mi nombre en sus labios suena a veneno contenido en cristal. Fino. Delicado. Letal.
—Mia —respondo con una sonrisa que no se refleja en mis ojos.
Ella deja la carpeta sobre mi escritorio con más fuerza de la necesaria. No habla. Tampoco se queda. Se gira y camina hacia la puerta, y cuando ya creo que va a cruza