La música del club late como un corazón ajeno al mío, un pulso constante que vibra bajo mis pies mientras camino entre las mesas con la bandeja apoyada en la cadera. Intento concentrarme en los pedidos, en las luces, en el murmullo de voces mezclado con risas y copas chocando. Intento no pensar en la ausencia de cierta persona cuyo nombre no quiero pronunciar ni en mi cabeza. No quiero recordarlo. No quiero sentir ese tirón en el pecho que aparece cada vez que su sombra se cruza en mi memoria.
Tomo una botella de whisky escocés de la barra y respiro hondo. El vidrio frío se siente bien contra mis dedos temblorosos. Camino hacia la mesa ocho, donde dejo la botella y dos vasos como me pidieron. Luego giro para atender la siguiente mesa y entonces lo veo. Sentado con la espalda recta, el mismo traje impecable y el mismo aire de autoridad silenciosa: el hombre de la noche del casino. El que me llamó por un nombre que no es el mío.
El señor Belmont.
Mi estómago se aprieta. Pero camino haci