La respiración se me detiene y el corazón, que ya late con la furia de una alarma enloquecida, se contrae hasta un punto doloroso. No es solo la presencia de Lucien, sino lo que llevaba en sus manos lo que paraliza mi voz. Una cadena de eslabones plateados, delgada, elegante, pero inconfundiblemente, una cadena. El sonido del metal, sutil y seco, resuena en el pequeño espacio como el tañido de una campana de sentencia.
Me niego a aceptar esa realidad. No puedo. Pero esto… esto es demasiado. Una cadena convierte el cautiverio en una esclavitud visible, en un fetiche de su dominio que se niega a pasar por alto.
—Estás loco —logro susurrar, mi voz temblando a pesar de mi intento de sonar firme—. Estás absolutamente loco si piensas que voy a desnudarme y voy a dejar que te acerques a mí con esa maldita cadena.
Lucien da un paso hacia la cama, y yo me echo hacia atrás, moviéndome sobre la sábana con el pijama de seda.
—No eres la primera mujer que se resiste a algo tan bonito, golubushka —r