Estoy reclinada contra la barra de mármol negro, esperando que el barman prepare mi último pedido. No apoyarse es un acto de tortura. Los malditos tacones son verdaderas armas mortales con sus doce centímetros de tacón. Parecen implementos de tortura que han convertido mis arcos en un dolor punzante y constante. El corsé rojo de la noche anterior, que ahora parece una extensión permanente de mi piel, me incomoda, ciñéndome la cintura y obligándome a respirar superficialmente, una respiración que coincidía con el ritmo bajo y seductor de la música deep house.
Prefería no pensar en mi atuendo, ni en los hombres que me devoran con la mirada a cada paso. Prefería concentrarme en el simple y bendito hecho de que, en menos de una hora, mi turno va a terminar.
Las imágenes de hace unas horas, sin embargo, se reproducen sin cesar en mi cabeza: la ira de Lucien, el chorro de jazmín, su cuerpo duro y marcado bajo el agua. Su desnudez ha sido una afirmación de poder tan absoluta que aún siento e