4-GESTAR UN HIJO.

4-GESTAR UN HIJO.

El carruaje que las había acercado al límite de la manada de Sombra y Elizabeth sostenía con fuerza la mano de Melinda mientras avanzaban por el sendero de piedras que llevaba directo al castillo Draven. Su estómago era un nudo de nervios; cada paso la hacía dudar, porque cada mirada ajena la atravesaba como si supieran exactamente a lo que iba.

—¿Ya vamos a llegar? —preguntó Melinda, aferrándose a su brazo.

—Sí, solo un poco más —murmuró Elizabeth, tragando saliva y mirando a su alrededor.

La manada de Sombra era todo menos común; en ella vivían criaturas diversas y Melinda miraba todo con la boca abierta.

—Eli… —susurró sin poder contener la emoción—. ¿Vamos a vivir aquí?

Elizabeth le sonrió, intentando disimular el temblor de sus manos.

—Si me dan el trabajo, sí.

La niña sonrió de oreja a oreja, como si le hubieran prometido un cuento de hadas. Algunos los observaban con simple curiosidad y otros fruncían el ceño. Era evidente por qué: la ropa vieja, sucia, desgastada, desentonaba con la elegancia de todo a su alrededor.

Finalmente, llegaron a las escaleras del castillo y en la cima, dos guerreros custodiaban la entrada principal. Uno de ellos, un lobo corpulento de rostro severo, alzó una mano para detenerlas.

—¿Qué quieren? —preguntó, sin molestarse en sonar amable.

Elizabeth se detuvo y sacó el pergamino con torpeza.

—Yo… yo vine por el aviso —dijo, extendiéndolo con manos temblorosas.

El guerrero lo leyó y sus cejas se alzaron; luego levantó la vista hacia ella y las guio dentro.

—Sígueme.

Elizabeth se apresuró a tomar la mano de Melinda y ambas lo siguieron.

El interior era incluso más imponente. Un largo corredor los envolvía con altos ventanales y esculturas extrañas.

—Ese tiene cuernos… ¡Y alas! ¿Viste? —inquirió Melinda, con los ojos abiertos como platos. Si vivimos acá, ¿puedo tocar todas las estatuas?

Elizabeth rio suavemente y la abrazó por los hombros.

—Solo si prometes no romper ninguna.

El guardia se detuvo frente a unas grandes puertas dobles y golpeó dos veces. Un instante después, las puertas se abrieron y un lobo de postura elegante y mirada astuta se encontraba al otro lado. Era alto, de cabello castaño claro y sonrió al verlas, pero antes de decir nada, su mirada se detuvo en Elizabeth.

La recorrió de arriba a abajo con atención, como analizándola.

—¿Tú eres la que viene por el aviso?

Elizabeth asintió con nerviosismo.

—Sí, señor...

Él sostuvo el silencio por un segundo, luego avanzó un paso y extendió su mano.

—Soy Zander Draven —se presentó—. Y creo que las condiciones del trato debemos hablarlas en privado.

Sus ojos fueron hacia Melinda y Elizabeth dio un paso automático hacia ella, como si quisiera protegerla. Zander notó el gesto y alzó una mano con calma.

—Estará bien. Cuidarán de ella mientras hablamos.

Melinda, que había estado en silencio hasta entonces, alzó la cabeza con naturalidad.

—Estoy bien, de verdad… pero si van a cuidarme, ¿puede ser con comida? Porque tengo un hambre como de dragón con dos bocas.

Zander soltó una carcajada.

—Entonces ordenaré un delicioso plato de estofado de ciervo con pan recién horneado solo para ti.

—¡¿De verdad?! —Melinda dio un pequeño salto, aplaudiendo—. ¡Quiero dos panes!

Zander sonrió y se giró hacia uno de los soldados del pasillo.

—Llévala a la cocina y asegúrate de que la atiendan como a una princesa.

El guerrero asintió y extendió una mano hacia la niña.

—Ven conmigo, pequeña loba.

Zander esperó a que desaparecieran de vista antes de girarse hacia Elizabeth.

—Bien. Entonces, hablemos de los términos del contrato.

Y abrió la puerta, indicándole con un gesto que entrara primero. La sala era amplia y Zander la guio hasta una de las sillas frente al escritorio y esperó a que se sentara antes de rodear el mueble y tomar su lugar del otro lado.

Elizabeth lo miró de reojo.

Para ella no parecía el tipo de hombre que necesitaría publicar un aviso buscando una amante; era atractivo y joven. ¿Era él quien había puesto el anuncio? ¿De verdad buscaba… eso?

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Zander, sacándola de golpe de sus pensamientos.

—Veinte —respondió sin pensar, porque era cierto.

Zander la observó por unos segundos, como si buscara señales de que mentía.

—¿Estás enferma? ¿Tienes alguna condición que deba saber?

—No, señor —negó de inmediato, manteniendo la vista baja—. Estoy sana. Solo… que mi hermana y yo hemos pasado por tiempos difíciles.

—¿De dónde son?

Elizabeth dudó por un segundo y luego forzó una sonrisa.

—De un pueblo al este. Se llama Eiderfield. Ya no queda mucho de él, pero ahí nacimos.

No mencionó a Keeva, ni a la manada Silvermoon y mucho menos que estaban huyendo.

Zander ladeó un poco la cabeza. Había algo extraño en su forma de hablar, una mezcla de acento contenido y frases muy medidas, pero no insistió.

—¿Sabes de qué se trata el aviso? —preguntó, cruzando las manos sobre el escritorio.

Elizabeth tragó saliva y sus dedos se apretaron más en su regazo.

—Sí… —murmuró— Ser una amante.

Zander asintió despacio, hubo una breve pausa y luego su voz se hizo más firme.

—No es solo eso. El trato implica más… Es gestar un hijo.

El aire se le atascó en la garganta y lo miró, atónita.

¿Un hijo?

No supo qué decir. La sangre se le fue a la cara y luego desapareció por completo.

Zander no desvió la mirada.

—No te obligaré a nada. Pero si decides aceptar, necesito que entiendas bien lo que estás ofreciendo. Este no es un trabajo común, Elizabeth. Aquí no se trata de solo compartir una cama. Es algo más… permanente.

Ella abrió la boca, pero no salió nada, porque su mundo acababa de cambiar otra vez.

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