Capítulo 2
Sin darse cuenta, Elsa se quedó profundamente dormida.

Entre sueños borrosos, uno destacó con una claridad extraña. Soñó que, cuando estaba en la secundaria, uno de sus artículos había sido publicado en una revista médica, por lo que, había vuelto a casa emocionada, con la revista en la mano, feliz y con el corazón acelerado.

Sin embargo, en su casa… nadie entendía lo que decía. Apenas la habían mirado, mientras murmuraban algo, antes de dejarla de lado.

Solo su madre la había mirado durante un rato largo. Hasta que al final le acarició la cabeza con ternura, y, con los ojos llenos de amor, le dijo que lo había hecho muy bien.

Elsa, curiosa, le preguntó si de verdad había entendido lo que decía el artículo.

Su madre negó con la cabeza y, con una voz suave, respondió:

—No entendí lo que escribiste, mi amor… pero al principio vi tu nombre. Y eso sí lo reconocí.

Ese momento se le quedó grabado para siempre.

Y ahora, que sus artículos salían en revistas importantes una y otra vez... no podía evitar entristecerse al ver que ya no estaba con ella esa persona que solía acariciarle la cabeza y decirle que estaba orgullosa.

—Mamá...

Elsa despertó con los ojos húmedos y la mejilla hundida en la almohada.

Tardó unos segundos en enfocar la mirada… y ahí estaba él, mirándola con preocupación.

Era Alberto, el practicante del hospital.

—Oye… —dijo, en voz baja—. ¿Tu familia siempre ha sido así contigo? —preguntó, e hizo una breve pausa, como si dudara si continuar—. Escuché a los paramédicos decir que estuviste al borde de… y ellos, mientras tanto, cenando como si nada. Es más, en los dos días que estuviste inconsciente… nadie vino a verte.

Elsa lo miró un segundo, antes de apartar la vista.

No dijo nada. Solo escuchó, sin moverse, sin mostrar una sola reacción. Después de todo, no era la primera vez. Hacía tiempo que nada de eso lograba tocarle el corazón.

—Te traje sopa. Come un poco, ¿sí?

Sin esperar respuesta, Alberto tomó una cucharada y la acercó a sus labios. Elsa lo aceptó sin más, y, mientras tragaba despacio, una imagen llenó su cabeza.

Algo en la forma en que Alberto la cuidaba… le recordaba a alguien.

Cuando su madre murió, Elsa se apagó. No hablaba, no comía y se aferraba a la foto del funeral, negándose a ir a clases; lo que había provocado que Eduardo, desesperado y fuera de sí, la golpeara con el cinturón, hasta dejarle marcas, mientras su hermanito, asustado, corría a esconderse en una esquina, sin atreverse a llorar.

Había sido Nelson quien había irrumpido en la casa, chiquito como era, y se había parado frente a ella para cubrirla con su cuerpo.

Tras esto, se la había llevado a su casa, en donde se dedicó a cuidarla por completo, e, incluso le daba de comer.

En ese entonces, Nelson era lo único bueno que tenía. Por lo que nunca pensó que ese mismo niño, el que un día le había prometido estar con ella para siempre, pudiera enamorarse de otra.

—¿Quién es él?

La voz la sacó en seco de sus pensamientos.

Nelson estaba parado en la puerta, con la cara tensa y la mirada clavada en Alberto.

Después de enamorarse de Ivana, ya había decidido dejar a Elsa. Pero, verla ahí, con otro hombre dándole de comer, hizo que algo se removiera en su interior. Como si le estuvieran quitando algo que le pertenecía.

Alberto intentó decir algo, pero Nelson no le dio tiempo. De un manotazo, tiró el plato al piso, que se hizo trizas contra el suelo, los trozos volando en todas direcciones. Uno, alcanzó el brazo de Elsa, hiriéndola, y la sangre comenzó a brotar de inmediato, mientras un intenso ardor le recorría el cuerpo, haciéndola estremecer. Pero Nelson ni siquiera la miró. Seguía con los ojos sombríos fijos en Alberto.

—Fuera —soltó sin rodeos.

No la veía como a una persona, sino como algo que le pertenecía. Algo que nadie más tenía derecho a tocar.

Sin embargo, en ese momento, le sonó el celular.

Contestó. Y apenas escuchó lo que le dijeron, si expresión cambió.

—Ivana… intentó suicidarse. Se sintió culpable, se tomó unas pastillas. La van a llevar al hospital para hacerle un lavado gástrico. Después paso a verte, ¿sí? —dijo, más como aviso que como pregunta.

Elsa, presionando su brazo ensangrentado, lo miró con una sonrisa amarga.

—Está bien.

«¿Ya qué va a doler?», pensó. «Nelson… en ocho días, ya no tendrás que seguir fingiendo».

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