Max
Mi hermana estaba viva.
Lo repetí al menos una docena de veces en mi cabeza, pero no lograba que dejara de sonar como una fantasía.
Giselle. Mi Giselle.
La que vi desaparecer de nuestras vidas como un suspiro que se llevó el viento.
Y no solo eso.
También estaba mi descendencia. Mis hijos. Un plural que sonaba a fantasía. A un regalo del cielo.
Una hija cuya primera palabra había sido "papá".
Un hijo del que nunca supe nada.
Y Paulina…
Dios. Mi mujer.
Era demasiada información para un solo día. Demasiado amor contenido.
Demasiadas culpas.
Cerré los ojos un segundo. Las imágenes regresaron como una avalancha:
Mis manos sosteniendo a Magda por primera vez.
Su llanto fuerte. Su calor en mi pecho.
La mirada de Paulina, la primera vez que se animó a amarme.
Esa sonrisa cansada, vulnerable, enamorada.
Recuerdo haberle dicho que no iba a soltarla nunca.
Y sin embargo, la solté. La dejé ir. No la busqué como debía.
El corazón me palpitaba con una mezcla de ternura, dolor y rabia.
Había a