JULIA RODRÍGUEZ
El paso de los días fue proporcional al tamaño de mi vientre, que crecía cada vez más.
Mientras Santiago dividía su tiempo entre su trabajo y sus amantes, yo también lo dividía entre mis proyectos de programación y mis pinturas. Poco a poco y con ayuda de la familia Castañeda había empezado como una consultora, siendo recomendada por ellos para poder resolver problemas grandes en empresas igual de grandes.
¿Quién diría que había una línea muy delgada entre narcotraficantes peligrosos y empresarios poderosos?
—Ay mija… ¿Otra vez solita? —preguntó mi suegra entrando a la casa mientras yo tragaba saliva. Negó con la cabeza antes de sentarse sobre el sofá—. Ese Santiago…
—No pasa nada —contesté con una sonrisa rígida y frotándome las manos como si tuviera frío—. Sé que él está trabajando arduamente y…
—¿Eso es lo que te dice? —inquirió con lástima, como si yo fuera una pobre víctima de los engaños de Santiago—. Al final del día es igual que su padre. Pensé que las cosas