SANTIAGO CASTAÑEDA
—Santiago… —murmuró con esa actitud a la que comenzaba a acostumbrarme, parecía que cada intento por convencerla de quedarse conmigo solo hacía que se apartara más.
—No tiene que decir nada —pedí como si de esa manera pudiera detener lo que había desencadenado.
—Me pediste pasar el resto del día contigo de manera amistosa, pero… no puedo si sigues hablando de esa manera —contestó antes de bajar del banco y caminar llena de decisión hacia la puerta. No fui detrás de ella, porque sabía que no iría muy lejos. Escuché como giró el pomo y tiró, pero la puerta no se abrió. Insistió, sacudiéndola con fuerza, pero no fue suficiente, cuando regresó no tuve que ver su rostro indignado, ya me lo imaginaba—. ¿Es en serio? ¡¿Es en serio?!
—No voy a dejar que te conviertas en monja —contesté con ambas manos en la barra, sin el valor de voltear a verla—. No voy a renunciar a ti.
—Ajá… entonces… ¿me tendrás aquí encerrada? ¡Claro! ¡Puedes hacerlo! ¡Nadie allá afuera preguntará po