Mundo ficciónIniciar sesiónCAPÍTULO 4. El gran lobo feroz
Audrey casi dejó caer la taza cuando escuchó aquel nombre, uno que ella había evitado pronunciar frente a sus hijastras durante demasiados años.
—No vuelvas a decir ese nombre. ¡Nunca!
Pero Athena no se movió.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Quién es? Si ese hombre tiene dinero, quizá a mí sí me lo preste. Soy más joven, puedo trabajar, puedo…
—¡No! —exclamó Audrey, con un grito ahogado—. No entiendes. No es… no es una buena idea. Buscaremos otra solución…
—¡Ya no hay más soluciones, mamá! ¡Ya lo intentamos todo! —exclamó ella desesperada—. ¡Dime quién es este hombre! ¿Por qué fuiste a buscarlo? ¿Por qué saliste llorando de su edificio?
—¡Porque pensé que me ayudaría! —replicó Audrey—. ¡De verdad pensé…!
—Pues entonces lo pensamos de nuevo —sentenció Athena—. No tengo idea de quién es Cassian Wolf o qué te debe, pero si tiene dinero, yo voy a conseguir que me escuche. Por mi papá —sentenció con determinación y se levantó, tomó su bolso—. ¡Así tú no quieras!
El sonido de la silla arrastrándose fue como un disparo.
—¡Athena! —Audrey salió corriendo detrás de ella, con el rostro descompuesto por el miedo—. ¡Por favor, no vayas! No entiendes… ¡por favor!
Pero en aquel momento la muchacha era como una tromba que se subía al auto.
—Si tú tienes miedo, perfecto. ¡Yo no tengo ese lujo! —dijo con desesperación—. ¡Papá no tiene tiempo!
Encendió el auto y salió acelerando, dejando a Audrey paralizada por un segundo antes de lanzarse a su propio auto para subirla.
Athena condujo todo el camino con la tarjeta sobre el asiento, mirándola cada vez que el semáforo se ponía en rojo, como si fuera un objeto peligroso. Su corazón latía lleno de nervios, pero su determinación era más fuerte.
Cuando llegó a aquel edificio las manos le temblaban. La recepción estaba llena de gente elegante, todos moviéndose con eficacia; y la asistente, una mujer rubia impecable, la miró con una sonrisa profesional.
—Buenos días. ¿Tiene cita?
—No —admitió Athena, pensando en cómo demonios su madrastra había logrado pasar sin una—. Pero necesito hablar con Cassian Wolf.
La mujer levantó una ceja, acostumbrada a lidiar con insistentes, pero aún así preguntó:
—¿Puedo tomar su nombre?
—Athena Harrow.
En ese mismo instante los ojos de la mujer se clavaron en su cara, con una expresión que Athena no supo descifrar.
—El señor Wolf la está esperando.
Athena parpadeó, confundida.
—¿Cómo que… me está esperando? Yo no…
—Por aquí, por favor. —La asistente se levantó y la guio hacia un ascensor privado—. Hasta el último piso —indicó apretando el botón y saliendo para dejarla subir sola.
Ella sintió un nudo en el estómago mientras subía. ¿Qué demonios estaba pasando?
¿Cómo podía estar esperándola alguien que ni conocía?Pero cuando la puerta del ascensor se abrió a aquella oficina que era todo un piso, Athena sintió que las piernas le flaqueaban.
¡Era él! El hombre del casi accidente.
El hombre que la había defendido, que había sido amable, que la había mirado como si pudiera verla completa.Cassian Wolf.
Pero esta vez no había rastro del hombre protector. No había calidez. No había sonrisa.
Solo hielo.Su expresión era impasible, su postura relajada pero peligrosa, como un depredador observando sin esfuerzo a su presa.
—Vaya… pero si es Caperucita —sonrió inclinándose hacia ella y quedando muy cerca de su boca—. ¿Viniste a buscar al lobo feroz?
—Tú… —susurró—. Tú eres…
—Cassian Wolf —completó él, metiéndose las manos en los bolsillos como si lo necesitara para no ponérselas encima—. Ahora ya lo sabes, así que ahórrate las sorpresas.
Athena abría y cerraba los labios sin comprender.
—No pensé… no sabía que era tú —dijo, intentando ordenar sus pensamientos.
—No tenías que saberlo. Basta con que yo supiera quién eras tú —sentenció Cassian avanzando hacia ella con una expresión que la hizo retroceder casi sin aliento—. Exactamente como sé a qué vienes y de parte de quién.
—Yo no vengo de parte de nadie, o de Audrey, si te refieres a ella —respondió la muchacha haciendo acopio de entereza, pero los ojos de Cassian Wolf, más que leerla, parecían diseccionarla.
—Pero vienes a pedir dinero igual que ella —dijo con un gesto de aburrimiento real y la vio apretar los labios y levantar la barbilla para enfrentarlo.
—¿Tú qué tienes que ver con mi madre? —gruñó—. ¿Por qué salió de aquí llorando el otro día? ¡Es verdad que vengo a pedir un préstamo, pero… es un préstamo, tengo intención de pagarlo! ¿Por qué mis padres te tienen miedo?
—¿Tu padre sabe de mí? —Cassian frunció el ceño con curiosidad, pero antes de que ella pudiera responderle, la puerta del ascensor se abrió y Audrey entró con la respiración entrecortada.
—¡Athena! —Su cara estaba pálida, asustada, casi descompuesta.
Parecía haber corrido todo el edificio y sus ojos se fueron directamente al hombre con un gesto de súplica.
—Cassian, por favor… —susurró—. No la metas en esto.
Athena miró a uno y otro, confundida, con el estómago encogido.
—¿Y por qué no? —preguntó él a su vez—. Yo no fui a buscarla, ella llegó solita. ¿Por qué no puede quedarse a jugar?
Y Athena juró que podía olerlos: el rencor, la rabia, el odio.
—¿Ustedes… cómo se conocen? —balbuceó y Cassian soltó una risa seca que la hizo estremecerse.
—Vamos, Audrey —dijo, dando un paso más, retándola—. Dile por qué viniste ayer llorando a suplicarme. Dile a tu hija quién soy.







