El llanto de Miranda no cesó. Era un sonido crudo, sin defensa, que se escuchaba en la pulcra habitación de hospital. Alec, paralizado y sintiéndose invadido por la vergüenza y una culpa corrosiva, se quedó quieto. No podía marcharse, pero tampoco podía consolarla, ya que él era la raíz de ese dolor.Se quedó allí hasta que el sollozo se convirtió en un jadeo cansado, y Miranda se hundió de nuevo en el colchón, exhausta. Ella cerró los ojos, y el silencio regresó, solo interrumpido por el leve sonido de las máquinas que monitorizaban su pulso.Alec, con la mandíbula tensa, se levantó de la silla. Sabía que no podía dejar las cosas así. No podía permitirse un escándalo público ni otra emergencia.—Escúchame bien, Miranda —empezó, su voz baja y grave, llena de una amenaza apenas disimulada—. Tienes dos días aquí para recuperarte. Cuando salgas, hablaremos con un terapeuta. Y te advierto: no volverás a acercarte a esas pastillas, ni intentarás ninguna estupidez más. Esta es tu última opo
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