La luz de la mañana se colaba tibia por las cortinas de lino del apartamento de Juana. Aníbal abrió los ojos lentamente, con el peso de la resaca aún martillándole la sien. El primer aroma que lo recibió no fue el del alcohol que aún cargaba en la sangre, sino el del café recién hecho, fuerte, envolvente, mezclado con el pan tostado.Se incorporó con torpeza, pasándose una mano por el rostro. Desde la pequeña cocina, Juana lo observaba en silencio mientras terminaba de servir el desayuno: huevos revueltos, pan dorado y una taza de café humeante. Lo colocó todo sobre la mesa con esa calma que siempre había tenido, la misma que una vez lo había sostenido en tantas madrugadas turbulentas.—Siéntate, Aníbal —dijo ella, sin mirarlo del todo—. Come. No quiero que te vayas a trabajar sin desayunar.Él se acercó despacio, arrastrando la resaca y los recuerdos de lo que había dicho la noche anterior. Quiso abrir la boca, pronunciar una disculpa, una promesa, cualquier cosa que aliviara la dist
Leer más