Ethan no había dormido en toda la noche, aunque tampoco podía llamarle “insomnio”, porque la verdad era que ni siquiera había intentado cerrar los ojos.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Desde que Amanda salió de su oficina la tarde anterior, con esa mezcla de cansancio y decepción escondida bajo la piel, algo se le atoró en el pecho.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Ella quería renunciar.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Él la escuchó, había asentido, había guardado las formas, pero por dentro había sido como ver una luz apagarse.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Y la sola idea de perderla le generaba una inquietud absurda, irracional, impropia de él, pero imposible de ignorar, no la había llevado hasta ahí solo para que le hicieran la vida imposible.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ No soportaba quedarse sin respuestas, necesitaba… protegerla.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Por eso, el día anterior había caminado directo al departamento de seguridad del edificio, un lugar que rara vez pisaba en persona, pero la preocupación ya le ardía en las venas y necesitaba hechos, no suposicio

Era la oficina de Daniel, se veía la mesa de whisky bajo la tenue luz, pero lo que la hizo palidecer fue verse a ella ahí, de pie, sirviendo un vaso.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Y lo peor…‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Él, acercándose por detrás, muy cerca, demasiado cerca.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Un ángulo extraño, bajo, como si la cámara estuviera escondida entre carpetas sobre el escritorio lateral. No había sonido; solo la imagen.‎‍‍‍‍‍‎ vEn el video, Amanda se quedaba quieta con el vaso en la mano, mientras el cuerpo de Daniel se pegaba a su espalda, inclinándose hacia ella y la boca tan cerca de su oreja que desde ese punto de vista parecía buscarle el cuello. Su mano descendía por su brazo posesiva, como si reclamara un derecho que no tenía.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Amanda sintió cómo le ardían los ojos.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Ella recordaba ese momento.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Recordaba el miedo, el asco, el temblor en sus manos.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Recordaba exigirle que se apartara.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Recordaba la bofetada.‎‍‍‍‍‍

Amanda tragó saliva, porque en el fondo sabía que había verdad en eso.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Ethan la había defendido de una forma que no era habitual en él, porque no lo hacía con nadie más.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ —Así que sí —admitió Daniel, clavándole la mirada—. Quise ver cuánto tardabas en caer. En equivocarte. En cruzar la línea. Y Katty tuvo la amabilidad de ayudarnos a empujar.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Amanda cerró los dedos con tanta fuerza que las uñas se clavaron en las palmas.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ —¿Empujar… qué?‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Daniel sonrió, como si estuviera esperando esa pregunta.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ —Tu reputación, para empezar. Katty se encargó de regar rumores, de sabotear tu trabajo, de hacerte ver inestable frente al equipo. Siempre es más fácil creer que la que se queda hasta tarde lo hace “por algo”.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Katty rió por lo bajo, pegando la mejilla a su hombro.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ —No era tan difícil —añadió, disfrutando cada sílaba—. Solo había que dejar caer las palabras correc

Amanda agradeció al cielo que Rebeca aún no hubiera regresado al apartamento cuando llegó cargando sus cosas, porque si la veía entrar con esa cara de desastre natural, cargando sus cosas como una fugitiva y temblando por dentro, no la dejaría en paz hasta sacarle toda la verdad.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Y ella no tenía fuerzas para responder nada.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Dejó sus pertenencias sobre la mesa como si le pesaran más que su propio cuerpo y se dejó caer en el sofá, sintiendo cómo la tensión del día se acumulaba en su pecho hasta tornar su respiración torpe.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ No quería llorar otra vez, pero la imagen de Ethan en la oficina, mirándola con esos ojos detenidos entre la sorpresa y el dolor, regresaba a ella como un golpe seco.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Su voz pidiéndole que se quedara.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Sus manos sujetándola por los hombros con una mezcla de autoridad y miedo.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ La forma en que su rostro perdió color cuando pronunció la palabra “renuncia”.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ El “q

Ethan escuchó toda la historia en silencio.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Pero no un silencio cualquiera, no ese que se llena con aire y nervios.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Era un silencio tenso, afilado, de esos que si alguien respiraba un poco más fuerte, parecía que el mundo se partía por la mitad.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Amanda hablaba… y él cambiaba.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Cada frase que salía de sus labios era como descoser un hilo que él llevaba años apretando contra el pecho. Su rostro, normalmente tan controlado, se transformaba en un desfile de emociones imposibles de esconder: incredulidad, irritación, sorpresa, decepción… y, debajo de todo, un dolor más antiguo que cualquiera de ellos.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Un dolor llamado Daniel.‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ ‎‍‍‍‍‍‎ Amanda lo notaba. Era inevitable verlo con la mandíbula apretada en un ángulo que parecía tallado con cuchillo, los dedos crispados sobre las rodillas como si sostuviera algo que se rompía, el cuello tensándose cada vez que mencionaba un nuevo detalle de esa historia