La noche cayó como un telón sobre Long Island, y con ella llegó la procesión de poder. Limusinas negras y autos de lujo se alineaban como piezas de ajedrez a la entrada de la mansión Moretti. Del interior emergían los jugadores: patriarcas con trajes hechos a medida, esposas de mirada afilada y joyas como dagas, herederos marcados por el peso del apellido. Un desfile de sonrisas congeladas y secretos ocultos tras lentes ahumados. El aire, saturado de perfume caro, tabaco cubano y tensión contenida, parecía vibrar con un lenguaje invisible.En lo alto de la escalinata principal, Giuseppe Moretti, el anfitrión, aguardaba imponente, escoltado por Sofía y Charly. La primera, gélida y elegante, con la sonrisa justa para no revelar el veneno; el segundo, impecable y en alerta, luciendo su traje negro a medida y un aire de lobo analizando todo para la ocasión.La coreografía era perfecta. Cada gesto, cada saludo, cada inclinación de cabeza estaba cronometrado. Los Moretti eran muchas cosas…
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