El desayuno en la mansión Ravich era una escena de opulencia silenciosa. La mesa, un espejo de plata reluciente, estaba adornada con porcelana fina y cubiertos de oro. Un ejército de sirvientes se movía con precisión, anticipando cada necesidad antes de que fuera siquiera articulada. Artemisa, sentada frente a Ares, se sentía como una figura de cera en un museo, observada y juzgada por ojos invisibles.El silencio era denso, roto solo por el suave tintineo de la plata contra la porcelana. Ares comía con una parsimonia calculada, sus ojos grises observándola por encima del borde de su taza de café. Artemisa apenas probó bocado. La comida, exquisita y abundante, se le antojaba insípida, un mero adorno en una jaula dorada.La noche anterior la había dejado marcada, no solo en el cuerpo, sino en el alma. Cada mirada de Ares era u n recordatorio de su humillación, de su pérdida de control. El odio, un veneno amargo, se filtraba en sus venas, alimentando un deseo de venganza que crecía con
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