La sala estaba helada, pero no por el aire acondicionado. Había algo más. El aire era denso, cargado, eléctrico, como si cada molécula vibrara al ritmo de un peligro invisible.El dueño del casino Faragón, Xiao, temblaba ligeramente. Sus manos sudaban sobre las cartas. Estaba a punto de perder una apuesta monumental, una que jamás debió aceptar. Frente a él, sentado con una calma casi inhumana, Alessandro D’amont, magnate de los cruceros, dueño de la empresa Verlice, jugaba con los fajos de billetes como si fueran simples servilletas. —Subo la apuesta —dijo Alessandro con su voz profunda y suave a la vez, como un murmullo peligroso. Cinco millones más. Las gafas oscuras ocultaban sus ojos, pero todos sabían que había algo extraño en ellos. Algo no del todo humano. Bajo la luz, los tatuajes de sus manos —antiguos símbolos de manada—parecían brillar débilmente, un aviso para quienes sabían mirar. El frío en la sala no era solo aire. Era el poder contenido, el de un alfa que podía dev
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