ADRIANOEl aroma a comida recién hecha llenó la habitación antes siquiera de que la puerta se abriera. Vi a mi madre entrar con una bandeja entre las manos, seguida de Nana, ambas con esas sonrisas que solo las mujeres de mi familia pueden tener cuando se proponen cuidar de alguien.—Madre, Nana… —dije, levantándome de la cama junto a Dalia—. Ahora que están aquí, iré a ver el tema del extractor, la nevera y los biberones. Cuiden de mi flor por mí.—Ve tranquilo, hijo —respondió mamá, sin dejar de mirar a Dalia con ternura.—No te preocupes, Adriano —agregó Susan—. Aquí estará en buenas manos.Me incliné hacia mi esposa. Dalia estaba sentada en la cama, con esa luz serena que me derretía cada vez que la veía. Le acaricié el rostro, bajando el tono de voz.—Te amo, mi flor. Vuelvo de inmediato.Ella sonrió cansada, aunque en sus ojos había esa chispa que me hacía sentir completo.—Te esperaré, amor.Le di un beso suave y salí del cuarto. Bajé las escaleras con paso firme, aunque el can
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