El tiempo, como un río sereno tras una tormenta, fluyó alrededor de la Fundación Aurora. Dos años habían pasado desde la batalla contra la sombra de Voss, dos años en los que el edificio no solo se había consolidado, sino que había madurado hasta convertirse en un organismo profundamente arraigado en el tejido de la ciudad. Era un faro, sí, pero uno que no alumbraba desde la lejanía, sino que iluminaba desde dentro, calentando con la luz de la comunidad y la creatividad que albergaba.Olivia, en su estudio de la Fundación, observaba a su hijo, Alejandro Lion Winchester, de un año de edad, dar sus primeros pasos vacilantes sobre la suave alfombra. Cada titubeo, cada caída y cada nuevo intento eran un recordatorio de su propio viaje: tambalearse, caer y levantarse, siempre hacia adelante. El niño tenía la mirada pensativa de su padre y la determinación silenciosa de su madre. Mientras lo observaba, una mano instintiva se posó sobre su vientre, donde una nueva vida, una nueva nota en su
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