El silencio en los aposentos de Freyja era un depredador, más peligroso que cualquier bestia del bosque. El aire crepitaba con una tensión que casi podía saborear. Wolf, imponente en el umbral, era una silueta oscura contra la luz moribunda del pasillo. Su mirada fija en la mía, no tenía la pasión de un amante, ni la furia de un enemigo en batalla, sino la fría determinación de un señor que evalúa una posesión. Y yo, Christina, no era más que eso en sus ojos: una posesión. Un vientre.La verdad de mi destino, revelada por Solveig y confirmada por la desesperación de Freyja, me quemaba el alma. No sería una madre, sino un medio. Un contenedor. Y el fruto de mi vientre, si llegaba, sería arrebatado, usado para el linaje de mi captor, de la mujer que me odiaba. La idea era un veneno que me helaba la sangre.Mis manos se cerraron en puños apretados a mis costados, los nudillos blancos. Por dentro, mi corazón golpeaba como un tambor de guerra, pero por fuera, me obligué a mantenerme firme.
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