Isabella parpadeó, y solo entonces sintió una sola lágrima resbalar por su mejilla, como un hilo de cristal que se desliza en silencio. Sin pensarlo, levantó la mano y la limpió con el dorso, como si quisiera borrar esa evidencia de su dolor. Pero no pudo evitar sentir en su alma el peso de esa lágrima, de ese momento de vulnerabilidad, de esa caída en un abismo de desesperación.¿Cómo se había equivocado tanto en la vida? La pregunta resonaba en su mente como un eco insoportable, una condena que se repetía una y otra vez. La culpa era un monstruo que se había instalado en su pecho, apoderándose de ella lentamente, con cada pensamiento, con cada recuerdo. En parte, se sentía responsable de la muerte de Eva, su hija. La pequeña, que había sido todo su amor, toda su esperanza, ahora solo era un recuerdo difuso y doloroso, encerrado en un ataúd de lágrimas y remordimientos. Ella había escogido un pésimo padre para su hija. Un hombre que en apariencia parecía amable, pero que en realidad
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