Dejé a Valentina en la puerta de su apartamento en Laureles. La vi desaparecer detrás de la puerta, la imagen de su espalda encorvada por el dolor grabada a fuego en mi mente. No me demoré en su despedida. Sabía que necesitaba su espacio, su intimidad para llorar la noticia de su madre. Me subí al auto y conduje de vuelta a mi penthouse en El Poblado, el silencio del Mercedes, que antes me resultaba placentero, ahora era un eco ensordecedor de su sufrimiento.El trayecto fue una tortura silenciosa. Las calles de Medellín, con sus luces nocturnas y su bullicio, eran ajenas a la tormenta que se desataba dentro de mí. La imagen de Valentina, con sus ojos verdes anegados en lágrimas, su cabello rebelde cayendo sobre un rostro consumido por la angustia, no me abandonaba. Esa fragilidad, esa cruda realidad de su vida, me había golpeado con una fuerza inaudita. Ella no era una mujer de salones lujosos y galas benéficas; era una luchadora, una hija que enfrentaba la devastadora enfermedad de

La revelación del poema me golpeó como un rayo en la madrugada. La sorpresa y la emoción fueron tan intensas que, por un momento, olvidé la tragedia que nos envolvía. Ella. Ella conocía mi alma.Pero la urgencia de la situación de su madre no me permitía divagar. Mi decisión ya estaba tomada: no podía quedarme de brazos cruzados. Apenas las primeras luces del amanecer empezaron a asomarse sobre el skyline de Medellín, me levanté, con la mente enfocada en un solo objetivo: información.Marqué el número de mi amigo, el Jefe de Cirugía Oncológica del Hospital Pablo Tobón Uribe, Ramírez. Un hombre brillante y de confianza que, aunque detestaba los favores que rozaban la ética, me debía algunos. La conversación fue tensa, pero no dudé en usar cada pizca de mi influencia, cada favor acumulado."Necesito acceso a una historia clínica, sin la autorización del paciente", le dije a Ramírez, mi voz baja y firme, consciente de lo que pedía. "Solo dame los datos. Es urgente. Una cuestión de vida o

Él parecía sonrojarse con mi pregunta, como si al responder fuera a revelar un secreto. Una ligera tensión apareció en sus hombros, y sus penetrantes ojos grises se fijaron en los míos, como si sopesara sus palabras. Parecía que iba a decir algo, a confesar algo importante, cuando, justo en ese instante, el mesero se acercó con nuestras bebidas.La interrupción fue una especie de alivio y frustración a la vez. Él dio un sorbo a su latte, el vapor subiendo hacia su rostro. Tomó un segundo para recomponerse, su mirada era más controlada."Me encanta la poesía, Valentina," comenzó, su voz más suave de lo normal, con una cadencia que me invitaba a escuchar. "Para mí, la poesía es más que palabras en un papel. Es un reflejo del alma, una forma de entender la complejidad de la vida y las emociones humanas que no siempre se pueden expresar en la cotidianidad."Hizo una pausa, y su mirada se volvió pensativa. "Es un escape, un refugio en el que puedes explorar tus pensamientos más íntimos, tu

**Valeria Delacroix**El aroma a hospital nunca me había agradado, pero hoy, mi buena acción me lo hacía tolerable. Había prometido pasar a ver a la mamá de un amigo; no era mi tipo, claro, pero era... una forma de mostrar mi apoyo, y la futura señora De la Espriella debía mantener su imagen impecable.Caminaba por los pasillos de la cafetería, mis tacones resonaban sobre el linóleo pulido. Mi sonrisa, perfectamente ensayada, estaba lista para ofrecer palabras de consuelo y alguna donación discreta. Mientras escudriñaba entre las mesas, mis ojos azules se posaron en una figura inconfundible. Alejandro.Estaba sentado en un rincón, inclinado hacia adelante, con esa intensidad en la mirada que solía reservar a sus proyectos de inversión. Pero ahora, esa mirada, esa conexión palpable, estaba dirigida a alguien.Una mujer. De cabello rebelde y unos ojos verdes que ahora mismo parecían brillar con una emoción que me revolvía el estómago. Estaban cerca, demasiado cerca. Hablaban con una int

Las dos semanas desde la muerte de mi madre habían sido un velo gris sobre mi vida. Los días se fundían en noches, y las noches en un vacío pesado, donde el silencio de mi apartamento en Laureles resonaba con su ausencia. Santiago estaba lidiando con su propio dolor, y yo, me había encerrado en mi propio mundo de tristeza y culpabilidad. Los mensajes de Alejandro, insistentes al principio, luego más espaciados, permanecían sin leer en mi teléfono. No tenía fuerzas para enfrentarlo, para recordar la humillación en la cafetería, la sonrisa vacía de Valeria, la abismal distancia entre nuestros mundos.Estaba hundida en el sofá, envuelta en una manta vieja, cuando un golpe insistente en la puerta me sacó de mi letargo. ¿Quién podría ser a estas horas? No esperaba a nadie. Con desgano, me puse de pie y me acerqué, mirando por la mirilla. Mi corazón dio un vuelco.Era él. Alejandro.Y no era el impecable Alejandro que conocía por nuestros pocos encuentros. Su cabello estaba ligeramente desp