Capítulo 12. El Tormento de Alejandro: Una Realidad Ajenísima.
Dejé a Valentina en la puerta de su apartamento en Laureles. La vi desaparecer detrás de la puerta, la imagen de su espalda encorvada por el dolor grabada a fuego en mi mente. No me demoré en su despedida. Sabía que necesitaba su espacio, su intimidad para llorar la noticia de su madre. Me subí al auto y conduje de vuelta a mi penthouse en El Poblado, el silencio del Mercedes, que antes me resultaba placentero, ahora era un eco ensordecedor de su sufrimiento.
El trayecto fue una tortura silenciosa. Las calles de Medellín, con sus luces nocturnas y su bullicio, eran ajenas a la tormenta que se desataba dentro de mí. La imagen de Valentina, con sus ojos verdes anegados en lágrimas, su cabello rebelde cayendo sobre un rostro consumido por la angustia, no me abandonaba. Esa fragilidad, esa cruda realidad de su vida, me había golpeado con una fuerza inaudita. Ella no era una mujer de salones lujosos y galas benéficas; era una luchadora, una hija que enfrentaba la devastadora enfermedad de