El sol de la tarde golpea fuerte sobre el asfalto, pero nadie parece sentir el calor. La multitud de periodistas se arremolina frente a la entrada del hospital, formando un muro vivo de cámaras, micrófonos y gritos. Desde hace horas esperan este momento, y la tensión se corta en el aire como un cable a punto de reventar.Las puertas automáticas se abren y, como si alguien hubiera liberado un resorte, el enjambre se agita.Primero aparece un guardia de seguridad, abriéndose paso a codazos. Detrás, la figura de Alejandro, en silla de ruedas. Lleva gafas oscuras, pero su mandíbula tensa y la mano crispada sobre el reposabrazos lo delatan.A su lado, su madre avanza erguida, con una expresión implacable, como si pudiera detener la marea solo con la mirada. Del otro lado, Valentina camina firme, sujetando la silla, ignorando los empujones y las preguntas. Más atrás, Isabela sigue la procesión, intentando mantener la distancia, pero sin dejar de observar.—¡Alejandro, mire aquí! —grita un f
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