La habitación está cargada de un silencio espeso, de esos que parecen tener peso propio, que se clavan entre las costillas y hacen difícil respirar. Sophie y Esteban están frente a frente, separados por apenas un par de metros que parecen un abismo. El reloj del comedor marca las cuatro y veinte, pero el tiempo no existe ahí dentro. Afuera, una lluvia persistente resbala por los cristales, y cada gota parece marcar el ritmo de lo que está por romperse.Sophie tiene las manos entrelazadas sobre las rodillas. Las aprieta con fuerza, tratando de contener el temblor. El cabello le cae sobre el rostro, ocultándole la expresión, pero sus ojos brillan con una mezcla de miedo, de expectativa y de algo que se parece demasiado al dolor anticipado. Esteban, en cambio, evita mirarla. Tiene los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas, la espalda encorvada. Parece un hombre agotado, al que la verdad le pesa más que cualquier mentira.Finalmente, él rompe el silencio. –Sophie –dice
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