Las fuerzas armadas se llevaron a Octavio. Dado los crímenes cometidos, tendría al menos ochenta años antes de recuperar su libertad. Aun así, lo arrastraron sin piedad. Jorge, el muchacho de las gafas y su equipo de alborotadores temblaban de miedo mientras rezaban para que Daniel se hubiese olvidado de ellos. Por desgracia, la policía se acercó en cuanto a que las fuerzas armadas se marcharon y fueron directamente al grano. —Señor Peralta, detuvimos a todos los alborotadores que aceptaron los sobornos y fueron a la casa de té. A expulsar a los reporteros e influentes que aceptaron los sobornos para difamarlo a usted y a su casa de té. Jorge y los demás sintieron miedo después de que huyeron esas palabras. —¡No! — soltó uno de los criminales más cobardes—. Señor Peralta, por favor, tenga Piedad y déjeme ir. Yo tampoco sabía la verdad y no dije ni una palabra en todo este tiempo. Por favor, tenga, Piedad — suplicó de rodillas. Esas palabras iniciaron una tendencia, y
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