OBSESIONADA. El guardaespaldas de mi prometido
OBSESIONADA. El guardaespaldas de mi prometido
Por: Day Torres
PREFACIO

Marianne abrió apenas los ojos, porque el dolor casi no la dejaba recuperar la consciencia. Además de eso, el peso de su pequeño cuerpo, que colgaba de sus muñecas, hacía que no pudiera respirar bien. La espalda de su blusa estaba deshecha y su piel marcada con decenas de latigazos que habían hecho correr la sangre hasta el suelo.

—¿Y si la matamos ya? —dijo una voz lejos de ella y extrañamente eso no la asustó. Morirse era mejor a que la siguieran torturando.

—Debemos esperar la respuesta del padre. Tiene que entregarnos esos archivos clasificados —respondió otro hombre.

—¿Y qué más da si los entrega o no? ¡Ya nos pagaron por matarla! —rezongó el primero.

—Sí, pero tiene que ser creíble… —murmuró el otro, y el cerebro de Marianne estaba tan embotado que no lograba comprender lo que querían decir. Después de todo solo tenía doce años y estaba muy herida.

De repente algo estalló cerca de ellos. Un humo blanco se levantó y los disparos resonaron por toda la estancia sin que uno solo la tocara. Y en medio de todo eso Marianne vio una imagen que jamás saldría de su cabeza: Un hombre enorme, con gorra, comunicadores militares, una ametralladora colgando a un costado y una pistola firmemente agarrada.

Oscuro, hermoso, letal, la ira de Dios en pantalones de campaña.

Marianne veía el fogueo de la pistola y escuchaba los cuerpos cayendo, uno tras otro, hasta que aquella especie de dios de la guerra se detuvo frente a ella.

El hombre lanzó una maldición cuando vio a la niña que tenía delante y soltó sus manos, haciendo que Marianne cayera desmadejada en sus brazos. Hasta las puntas de sus dedos corrió la sangre y la chiquilla se estremeció, pero no era de dolor. Era como si la protección del más feroz de los ángeles estuviera con ella. Eso era todo lo que podía ver, el azul de sus ojos, la suavidad de su barba, la tensión terrible de su mandíbula mientras la envolvía en algo parecido a una manta y la sacaba de allí.

Marianne sollozó contra su pecho y solo escuchó una voz ronca y extrañamente dulce que acariciaba su oído.

—Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…

Segundos, solo fueron segundos en los que la llevó en brazos hasta entregarla a su padre, pero apenas la dejó Marianne se echó hacia adelante tratando de alcanzarlo.

—¡No te vayas…! —sollozó con desesperación, porque algo le decía que jamás estaría a salvo si él se iba—. ¡No te vayas…! ¡Por favor no te vaya…! ¡No te vayas!

Sin embargo, un instante después aquel hombre ya había desaparecido.

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