Capítulo cinco. Un golpe exagerado

«¡Lo estás besando, idiota!»

«¡Lo estás besando!»

«¡Idiota!»

El cerebro de Oliver gritaba desesperado llamando a la razón al joven rubio. Pero Oliver estaba totalmente perdido en aquel beso. Su lengua buscó abrirse paso por la boca de Sebastián y su cuerpo se pegó como lapa al cuerpo fuerte y muy muy masculino de su cuñado. «¡Su cuñado!». El muchacho no supo si fue él quien se alejó primero o Sebastián, de lo único que pudo ser consciente fue del puño del moreno impactándose contra su rostro, exactamente en la comisura de su labio y se vio probando el sabor metálico de su propia sangre.

—¡Maldito seas, Oliver! ¿Qué m****a crees que haces? —espetó Sebastián furioso, alejándose del muchacho para no asesinarlo allí mismo.

Oliver se negaba a mirarlo, pasó la punta de su lengua sobre la cortada de su labio. Tenía el impulso de salir corriendo, pero no le daría el gusto a Sebastián de verlo huir como un asustado ratón.

—Fue tu culpa —murmuró.

Oliver no pudo pensar en una mejor respuesta. Había sido el olor embriagante de su aliento que le había llevado a cometer aquella estupidez sin medir sus consecuencias.

—¿¡Mi culpa!? ¡No tengo la culpa de tus malditas desviaciones, pero te advierto que no voy a caer en tu maldito juego, Oliver! ¡Lárgate antes de que salgas herido! —le espetó furioso y haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad para no saltarle encima y molerlo a golpes.

Oliver lo miró y Sebastián no pudo descifrar lo que había en su mirada. Él se giró y se marchó cerrando la puerta tan sutilmente que con seguridad todo el edificio lo habría escuchado y demostrando que le importaba una m****a que fuera así.

Sebastián miró el café sobre su escritorio como si fuera una serpiente que le saltaría en cualquier momento. Caminó al minibar y se sirvió el whisky más fuerte que tenía en la oficina. Necesitaba aplacar el asesino que Oliver Campbell había despertado en él aquella tarde.

 Oliver, por su parte, agradeció que Lucero no estuviera en su puesto de trabajo, corrió al baño y se encerró en el primer cubículo vacío que encontró. Tenía unas inmensas ganas de llorar y no sabía la razón. Podía ser la humillación que había sufrido al escuchar las palabras de Sebastián. «¡No tengo la culpa de tus malditas desviaciones!», él no era un desviado. Él solo era diferente, pero seguía siendo un ser humano que sentía y que…

Oliver movió la cabeza de un lado a otro y se limpió las lágrimas que le rodaban por las mejillas, respiró profundo y salió de su escondite. Él no era un ratón y no se dejaría amedrentar por Sebastián.

Con aquellos pensamientos caminó hasta el lavado. Se lavó las manos y luego se lavó el rostro. Miró el golpe en la comisura de sus labios y suspiró. «No debiste besarlo», pensó. Pero ya era tarde para lamentaciones, había cometido un error que no se volvería a repetir.

Oliver volvió a su escritorio y se concentró en el trabajo, miró su reloj un par de veces contando los minutos que faltaban para largarse de allí y recomponerse en su casa.

—¡Dios, Oliver! ¿Qué te ha pasado? —Oliver maldijo al escuchar la pregunta de Lucero.

—He sido tonto y me he pegado con la puerta del baño. ¡Asqueroso! ¿No? —dijo impulsivamente al ver a Sebastián salir de su oficina.

—Señor Cooper —dijo la muchacha ligeramente espantada.

—Buenas noches, Lucero —respondió y se marchó sin dedicarle una sola mirada a Oliver.

Sebastián aún no creía tener el temple para verlo y olvidar lo que Oliver había hecho en su oficina. Inconscientemente, se pasó el dedo pulgar sobre los labios. No sabía si era para limpiarse el atrevimiento o para evocar aquel momento.

Oliver lo vio marcharse y un nudo se formó en su garganta. ¿Qué sucedería ahora con su mudanza? ¿Se había extralimitado con su cuñado? La última pregunta le hizo temblar de pies a cabeza. ¿Cómo había podido olvidar que Sebastián era el marido de su hermana?

«No se aman. Maya se casó por un acuerdo que él aceptó. Te lo dijo, no hay pecado en esto», se consoló, aunque de poco le servía aquellos pensamientos. Simplemente, la había cagado en grande.

Sebastián volvió a casa y por el aura oscura que llevaba encima, Maya no se atrevió a decirle que el próximo fin de semana Oliver vendría con su novia para quedarse.

—Bastián ¿Hay algo que te molesta? —se atrevió a preguntar con cierta timidez.

—No, nada de lo que tengas que preocuparte Maya —mintió.

Sebastián jamás le diría a su esposa lo que había ocurrido con Oliver aquella tarde noche en su oficina. Eso sería… ¿Incómodo? ¿O sabría ella lo que su hermano era?

—Siento que estás demasiado tenso ¿Te apetece un masaje? —se ofreció la mujer. No era la primera vez que iba a hacerlo; siempre que Sebastián necesitaba de sus manos, ella acudía en su ayuda. ¡Eran amigos!

—No, me daré una ducha y me iré a dormir. Tuve un día difícil en la ensambladora y tengo que volver en dos días para tratar de convencer a Caleb Remington de cerrar el acuerdo para la línea exclusiva de limusinas que necesito para mejorar nuestro servicio VIP. 

Maya asintió y sus sospechas aumentaron al escuchar aquellas palabras. Sebastián nunca hablaba de trabajo con ella, era un acuerdo entre ellos; la casa era únicamente para olvidarse de los problemas y el estrés que le generaba el trabajo. Esto era raro y ella temía que el asunto se debiera a que Sebastián finalmente había encontrado una mujer que le moviera el tapete.

—Descansa Bastián, mañana por la mañana me ocuparé de que tengas un delicioso desayuno que te haga sentir mejor —dijo con una ligera sonrisa en los labios.

Sebastián no le devolvió la sonrisa, pero le dejó un corto beso sobre la frente antes de subir a su habitación y tirarse a dormir y olvidarse de Oliver por un maldito momento, pero sus sueños estuvieron invadidos por cierto maldito rubio.

Mientras tanto, Oliver se escabulló por la puerta del servicio y subió a su habitación, no quería que su madre viera el golpe que tenía en el rostro y menos su labio partido. Le haría preguntas que él no sabría responder sin pensar en Sebastián, aunque eso le fue imposible.

Mientras se duchaba, Oliver pudo recordar el sabor del café y la menta en sus labios e instintivamente su miembro viril saltó a la vida y se sintió sucio y enfermo. Pero no pudo evitar que sus manos viajaran y tomaran ese pedazo de carne entre sus dedos y estos se movieran lento sobre él.

Oliver gimió mientras su mano se movía de arriba a abajo sobre su pene duro, el agua caía sobre su cuerpo, lo que hizo su trabajo mucho más fácil y antes de que pudiera procesar lo que hacía, su lechosa semilla salpicó sobre el azulejo de su cuarto de baño. Bañando también sus dedos que se aferraban y apretaban sobre su dureza.

Con el placer y la vergüenza corriendo por sus venas en igual medida se bañó y salió dispuesto a olvidarse de ese hombre. No debía verlo más de lo necesario, ellos eran jefe y empleado y nada más.

—¿Se puede saber quién te ha golpeado?

—¡Maldición Victoria, vas a matarme de un puto susto! —gritó al ver a su amiga sentada sobre su cama y cruzada de piernas.

Victoria era una mujer hermosa, la más bella que sus ojos habían visto jamás, pero no despertaba ni un solo mal pensamiento en él y eso los había convertido en mejores amigos y cómplices en algunas ocasiones. La amaba con toda el alma, pero en momentos como ese, quería estrangularla.

—Por lo que veo no soy la única con esa negra intención, ¿No vas a responderme? —le insistió.

—Me he golpeado con la puerta del baño en la oficina, no es nada —dijo moviendo la toalla sobre su cabello para secarlo y no mirar a Victoria.

—¡Y una m****a! ¿¡Crees que no sé diferenciar entre el golpe de una puerta y el puño de algún imbécil, que se ha atrevido a tocarte!? —gritó.

Victoria se sentía ofuscada al ver el cardenal sobre la piel blanquecina de Oliver, el deseo de matar a quien se había atrevido a tocarlo corrió por su cuerpo con la fuerza de un volcán en plena erupción.

—Olvídalo no tiene importancia —dijo reacio a contarle lo que había hecho ese día.

—Ven, siéntate aquí —le pidió palmeando la cama a un lado de donde ella estaba sentada.

Oliver dudó un segundo y luego, como un cachorrito en busca de consuelo, se sentó junto a ella.

—Escucha Oliver, entre nosotros nunca han existido los secretos y eso hace que nuestra relación sea la mejor del mundo. No empecemos ahora, por favor —le pidió poniéndose de pie y arrebatándole la toalla al muchacho para ocuparse ella de secarle el cabello.

—No hay secretos Victoria, en serio no te gustará saberlo —respondió el muchacho a punto de rendirse.

Victoria tenía la capacidad de hacerle sentir amado, y en casa, no era un amor de pareja. Era lo más cercano a lo que se debía sentir el amor de un familiar.

—Solo dime quien fue el cretino que te ha golpeado —insistió con dulzura.

—Fue mi culpa, Tory, te juro que no sé lo que estaba pensando, yo… lo besé —terminó confesando.

Victoria se tensó y sus manos se detuvieron por encima de la cabeza de Oliver. No quería verlo, porque podía imaginar quien había sido el jodido hombre que lo había golpeado.

—¿Cooper? —susurró la muchacha aquella pregunta.

—Sí —aceptó Oliver con resignación.

—Es un cretino.

—Lo provoqué —dijo Oliver bajando el rostro.

—¿Lo estás defendiendo? —preguntó ella indignada.

—¡No! Por supuesto que no, pero fui yo quien lo llevó al límite, le puse sal, muuuucha sal a su café y luego, él…

—Nada justifica el golpe, él pudo solamente alejarse —dijo ella retomando su labor con el cabello del chico.

—No importa, mañana no se notará y yo olvidaré lo que pasó —respondió encogiéndose de hombros.

Sin embargo, Victoria no iba a dejar pasar el asunto con facilidad y mucho menos olvidarse de lo que Sebastián había hecho.

A la mañana siguiente, Oliver desayunó en su habitación tal como Victoria se lo había pedido.

—Esto no es necesario Victoria —dijo, pero la chica hizo caso omiso de sus palabras y continuó su labor.

—Si ese ogro no puede sentir culpa después de esto, es porque no tiene corazón —aseguró antes de incorporarse en toda su altura y gritar: —¡Listo! Mírate en el espejo y dime si no soy una p**a genio —mencionó regocijándose de su labor.

—Te apuesto que no tiene corazón, le dará completamente lo mismo —rebatió Oliver viéndose al espejo.

—Espero por su bien que al menos tenga conciencia. Ahora ven, te ayudaré a bajar para que no te vean tus padres y empezaré a empacar para nuestra mudanza —aseguró con una sonrisa en los labios.

—Pensé que no deseabas vivir con mi hermana —dijo Oliver asombrado.

—No deseaba hacerlo, pero tengo que enseñarle modales al troglodita de Sebastián Cooper —aseguró esbozando una sonrisa que le causó escalofríos a Oliver.

Mientras tanto, Sebastián se mesó el cabello con frustración, aquel maldito beso de Oliver lo había perseguido incluso en sus sueños, quería verlo y golpearlo nuevamente. Aunque, eso no solucionaría las cosas, por lo menos sería satisfactorio para él verlo golpeado o eso fue lo que pensó, antes de que el muchacho entrara a su oficina con el labio ligeramente hinchado y partido y un cardenal malditamente obsceno manchando su inmaculada piel.

El estómago de Sebastián Cooper se revolvió y la náusea subió por su garganta y nada tenía que ver con el beso entre ellos, si no era por el golpe que él le había dado. La culpa se abrió paso por su conciencia y corrió al baño para aferrarse al retrete.

Mientras en la oficina, Oliver sonreía. “Buen trabajo Tory”, pensó satisfecho.

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