CAPÍTULO 4

—¡Tenía razón! —siseó Aidan con rabia mientras ayudaba a su beta a subirse al asiento del copiloto—. Fue demasiado sencillo sofocar las revueltas, porque fueron solo una distracción.

—¿Entonces el verdadero objetivo era la Atalaya? —murmuró Brennan.

—¡Exacto! —Aidan dio vuelta a la camioneta y tomó la carretera al sur, hacia Gales.

Habrían llegado mucho más rápido si se hubieran movido como lobos, pero Brennan no estaba en condiciones de transformarse con aquella pierna herida, tenía que darle al menos un par de horas para sanar.

—No lo entiendo. Se supone que la Atalaya es inexpugnable —dijo su Beta—. ¿Cómo pudieron entrar?

—No tengo idea. —Y era la pura verdad, Aidan ni siquiera la conocía.

La Atalaya era una fortaleza donde primaba la magia antigua, se decía que había sido el palacio real del linaje de Isrión, y precisamente por eso, en más de seiscientos cincuenta años, Aidan se había negado a poner una garra allí. Sin embargo ahora sentía que lo llamaba. Era una atracción extraña, como si fueran dos trozos de un imán, buscándose.

Aidan le ordenó a Brennan que descansara mientras él conducía. La prisión estaba en el corazón de la reserva de Gales, y ahí no había carreteras ni caminos. En ese bosque solo los lycans podían entrar y salir, así que necesitaba a su Beta en las mejores condiciones posibles.

Cuatro horas tardaron en alcanzar la frontera de la reserva, y enseguida pudieron notar la gama de olores extraños. Aidan dejó la camioneta bajo algunos árboles, donde la Guardia ya los estaba esperando.

Tanto él como Brennan sometieron a sus lobos a una transformación total, y se internaron entre los árboles seguidos de otros cinco lycans designados por el Beta.

El bosque de la reserva era inusualmente oscuro incluso de día, pero los olores eran muy nítidos. En menos de veinte kilómetros lograron localizar rastros de lobos extraños. El olor de la guardia siempre estaba mezclado con el cuero de sus uniformes, pero estos rastros olían al moho de las celdas y al hierro de la sangre.

Los siguieron hasta el interior de la espesura, y aunque Aidan jamás había estado allí, podía jurar que sus patas se dirigían directamente a la Atalaya.

De repente un olor extraño lo hizo agachar las orejas y comenzar a correr tras un rastro inesperado, los demás lo siguieron tan rápido como podía, hasta que lo vieron detenerse y cambiar.

—¿Enemigos? —preguntó Brennan, levantándose junto a él.

—No, mira. —Aidan señaló a un peñón que tenían enfrente y sobre él Brennan pudo ver a una loba de gran tamaño.

Bien, «gran tamaño» era un eufemismo, la loba era enorme, tan grande como el lobo de Aidan, y blanca como un trozo de escarcha. Parecía que no cabía una sola mancha en su pelaje.

—¿Es una mujer lobo? —preguntó su Beta con inquietud porque no lo parecía.

—No, eso es lo extraño. Es solo un animal.

—¿De ese tamaño…? ¿Y se tragó un tanque de desechos radioactivos o qué…?

—No lo sé —respondió el Alfa con severidad—. Siempre he escuchado decir que hay cosas muy raras en este lugar.

La loba levantó las orejas y se giró a verlos, y a pesar de la distancia, Aidan sintió que podía perderse en aquellos ojos claros.

Brennan escuchó los gruñidos que salían de los dos y dio un paso atrás.

—No me digas que se van a hacer amigos —ironizó, esperando la pelea.

—No lo creo, hace siglos que los lobos no rinden pleitesía a los lycans. No sé cuándo pero ese vínculo se rompió… Mejor vámonos.

Se dio la vuelta, evaluando las posibles estrategias.

—Llévate a la guardia a seguir el rastro de los prisioneros que liberaron. Yo voy a la Atalaya.

—¿Solo? —se preocupó Brennan.

—No creo que se hayan quedado esperándome precisamente —murmuró Aidan—. Encuéntrame allá un par de horas antes del atardecer. ¡Y Brennan! No se pongan en peligro. No sé por qué, pero tengo el presentimiento de que hay algo más importante aquí que esos prisioneros que escaparon.

Su Beta asintió, tomando de nuevo la forma de su lobo para seguir el rastro y guiando a la guardia lejos de allí, y Aidan se giró hacia aquel pico que se distinguía ya a poca distancia.

No había pasado ni una hora cuando alcanzó la base de la Atalaya. Parecía como si todos sus sentidos lo estuvieran guiando hacia allá.

La estructura era imponente; el castillo de piedra, rodeado por su foso y sus torretas de vigilancia, de verdad parecía inexpugnable.

Apenas cruzó el puente de acceso y el portón principal, sintió como si todo el peso del mundo se posara sobre sus hombros. Cambió con dificultad mientras el único soldado que habían dejado vivo en la prisión salía a recibirlo.

—Señor… —el pobre lycan no sabía si inclinarse, arrodillarse o temblar—. Es todo lo que tengo… espero le sirva…

Le tendió un par de pantalones de uniforme y Aidan se los puso sin protestar. Tenía en mente cosas más urgentes que su ropa.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó secamente mientras caminaba hacia el interior de la prisión.

—Como a las cuatro de la madrugada… no lo vimos venir… todo parecía…

—¿Por qué sobreviviste? —Podía parecer una pregunta cruel, pero el Alfa podía oler el miedo en aquel soldado—. ¿Te escondiste mientras tus hermanos luchaban?

Con el rabillo del ojo lo vio palidecer y no necesitó preguntar más.

Todo el lugar olía a muerte y a sangre. Aidan examinó los cuerpos de los rebeldes que habían caído en el asalto, pero no pudo encontrar nada extraordinario en ellos.

—¿Todos los prisioneros escaparon? —indagó, adentrándose en uno de los enormes pasillos de piedra, rodeados de celdas.

Parecía imposible que simples barrotes pudieran contener a una horda de hombres lobo furiosos, pero cada uno de ellos estaba recubierto en plata. La cercanía con ella no alcanzaba para lastimar a un lycan, pero lo debilitaba, evitando la transformación completa.

—Bueno… casi todos —respondió el soldado.

—¿Casi?

—Yo revisé las celdas cuando se fueron y… hubo un prisionero al que no pudieron liberar.

Aidan frunció el ceño mientras el guardia lo guiaba hacia una escalera en la base de la torre oeste de la prisión. Subió más de cuatrocientos escalones, lo cual debía ubicarlo a más de veinte pisos. En las paredes alrededor había marcas de sangre, huellas de lobos y un penetrante olor a… desesperación.

Al final de la escalera había una sola habitación, y su puerta de madera maciza estaba llena de marcas de garras, estaba golpeada y abollada, pero al parecer no habían logrado abrirla.

—¿Quién está ahí? —preguntó el Alfa, sometiendo a su lobo a una transformación parcial.

—No tengo idea, señor… —respondió el soldado, retrocediendo con temeroso respeto—. El capitán Valak, el encargado de la prisión, era el único que podía subir aquí.

La puerta de madera tenía solo un pequeño agujero rectangular por el que se alcanzaba a pasar un plato de comida, pero nada más. No había cerradura ni nada que indicara cómo abrirla.

—¿Cómo entraba aquí Valak? —gruñó con frustración.

—No entraba… no se puede entrar ni salir de esa celda, señor —murmuró el lycan.

Aidan se giró hacia ella, exasperado. No sabía por qué, pero sentía una extraña necesidad de cruzar aquella puerta. Puso una de sus garras sobre la madera y automáticamente la cicatriz sobre su pecho comenzó a doler. No era el dolor profundo y lacerante de la marca, sino una sensación intensa de desesperación.

Golpeó la puerta varias veces, dándose cuenta entonces de por qué no necesitaba cerradura: tenía un sello de sangre, usado para los casos más extremos en que se necesitaba resguardar algo, y solo la sangre que había puesto el sello era capaz de romperlo.

Los ojos del Alfa se entrecerraron, pensativos. Aquella era la prisión más importante de los lycans, si alguien podía tener acceso a cualquier celda de la Atalaya, debía ser el rey, y él compartía su sangre.

Aidan cerró la mano con fuerza, cortándose la palma con las garras, y luego la puso sobre la puerta. Escuchó solo un silbido suave mientras esta se abría.

Todo el cuerpo del Alfa, sus instintos, sus sentidos, lo prepararon para pelear. Sus ojos se volvieron de un azul claro y brillante, sus garras alcanzaron su máxima extensión, cada músculo de su pecho en perfecta tensión pareció crecer y definirse aún más… pero apenas entró en aquella celda sintió que era lanzado fuera de la transformación, hasta que solo quedó el hombre, sorprendido y a la defensiva.

El interior de la celda era de plata pura, el suelo, las paredes, el techo; parecían espejos donde se reflejaba la luz que entraba por la única ventana que tenía. Ningún lobo podía sobrevivir ahí dentro, al menos no sin volverse completamente loco. Aidan sentía que era doloroso, físicamente doloroso estar ahí, y el pequeño cuerpo tirado en una de las esquinas de aquella cámara de tortura le dio la razón.

Aun sin someter a su lobo, el aroma de aquella criatura le inundó los sentidos. Podía parecer extraño pero habría jurado que olía a nieve, y algo en ella lo hizo estremecerse. Ella… era una chica… y sin saber muy bien por qué, Aidan se lanzó a alcanzarla.

Tenía el cabello oscuro y tan largo que probablemente rozaría el suelo cuando se levantara. Era muy pequeña y menuda, tanto, que parecía una muñeca desmayada, y Aidan sintió que se le encogía el corazón. Algo le pasaba, algo le pasaba a la muchacha y el Alfa no podía comprender por qué eso lo alteraba tanto.

Era una prisionera, una simple prisionera y no había razón para que se preocupara por ella, pero no podía evitarlo, era como si de repente el mundo entero se hubiera convertido en un lugar hostil, y ella fuera su último refugio.

Le despejó el rostro para verla mejor y sintió que todo su… ¡algo!, la reconocía. La levantó contra su pecho intentando despertarla, pero la chica no hizo ni un solo movimiento.

Fue entonces cuando Aidan lo supo: por qué sentía que se estaba muriendo. Bajo la túnica sucia, gastada y manchada de sangre, asomaba la punta de una blanquísima cicatriz. Apartó la tela con una mano temblorosa y la vio, dibujada sobre el pecho de aquella muchacha, una marca exactamente igual a la que él mismo acababa de recibir.

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