Capítulo III

En un parpadeo, ya han pasado veinte días.

Marcus abre la escotilla y espera a que entre. Observo a Joanne con una expresión de susto.

—Tranquila, no nos tardaremos tanto, lo prometo —dice con sus manos sobre mis hombros.

Asiento con la respiración contenida.

Doy los primeros pasos y me dejo caer en el pequeño espacio que hace de sótano.

Como puedo, me acomodo sobre las hierbas secas y desanudo la bufanda. Marcus me da un asentimiento antes de cerrar la escotilla. No dicen nada más, solo parten como si no existiera. Oigo el relincho de los caballos y luego su trotar. Tardarán algunas horas en llegar, horas que me serán eternas. Menos mal no le tengo pavor a los espacios reducidos y poseo la suficiente paciencia. Empiezo a jugar con mis manos sobre mi abdomen. Parezco una estatua.

Parpadeo y cierro los ojos.

Los abro cuando escucho algo extraño afuera. Me congelo y estabilizo mi respiración. Casi sofocándome por contener más de lo debido el aire, compruebo que ha sido una gallina la causante de ese ruido. Exhalo.

Vuelvo a cerrar los ojos y cuento los segundos.

De un momento a otro, empiezo a tener sueño. Cuando llego a cien, sé que ya estoy inconsciente del todo.

✹✹✹

Unos pasos me despiertan.

Ya no hay tanta luz que cae sobre los tablones de madera que me resguardan. Un poco atontada, le presto atención a esas pisadas, las cuales son pesadas y desiguales. 

Me entumezco.

El sudor cae por mis sienes.

Ahora sí este espacio lo siento más reducido que antes.

Por una rendija atisbo una bota negra y lustrada, luego la cola de una gabardina oscura con bordes metálicos. Un par de botas más abarcan mi rango de visión. No es Marcus ni Joanne, son otras personas. Se mueven por toda la estancia y corren de su lugar algunas cosas. Uno de ellos husmea en la cocina y aspira profundo.

Mi pecho se exacerba.

No son humanos.

Empiezo a sentir que me ahogo, pero con rapidez me tranquilizo y me hundo más entre las hierbas.

—¿Nada fuera de lugar?

—No. Todo en orden.

—¿Estás seguro? Tu maldito olfato puede percibir lo que el mío no.

Frunzo el ceño. ¿Un humano con un vampiro como compañero?

—Solo huelo el hedor de los cerdos y los caballos. Oh, y también el de hierbas.

—¿Y tu oído?

—Uhm. —Presiono mis manos contra mi boca y mi nariz—. Los malditos animales afuera no me dejan concentrarme.

—¿Cuántas casuchas más tendremos que revisar?

—Unas veinte más.

—¿Lord Aloysius así lo ordenó?

Mi garganta se seca al reconocer ese nombre.

—Sí. —Ahora se ubica justo sobre mí—. Sabes bien por qué.

—Lo sé. ¿Revisarás el ático?

—No hace falta, solo hay heno y nada más.

—Entonces vámonos, perdemos el tiempo aquí.

Unos orbes rojizos caen sobre mí, pero solo revisan los tablones. Empiezo a temblar. Hay algunas rendijas un poco grandes que podrán hacerme ver. Además, la alfombra solo alcanza a cubrir la escotilla y parte de mi cuerpo, mas no mi rostro. Separa sus labios y muestra un par de colmillos que brillan con tan solo ser expuestos. Sonríe grande.

—Bueno, vámonos. Quizá pueda hallar una linda jovencita como alimento.

Se van, no sin antes revisar una vez más.

Cuando sé que están lo bastante lejos como para salir, lo hago con el corazón en la boca. Me arrastro hacia un rincón, lugar donde me siento a salvo. Abrazo mis rodillas y espero con los nervios crispados. La experiencia fue aterradora, más cuando esos iris rojizos casi me hallaron. Muerdo mi labio. Si no fuera porque pude controlar mi respiración, quizás ahora estaría siendo arrastrada a quién sabe dónde.

Soy arropada por la oscuridad, la cual me arrulla como si supiera realmente quién soy.

Mis sesos empiezan a rebanarse en búsqueda de esa llama que me guíe por ese sendero que me llevará a conocer mi verdadero yo, aquel que está perdido en el laberinto del olvido.

Me estremezco y doy un salto cuando tocan la puerta.

Con el latir del corazón en mis tímpanos, me yergo y me acerco a ella. Me quedo allí parada con la mano en el pomo sin saber si abrir o no. A lo último decido abrirla cuando siento que ya no hay peligro. En el umbral está un joven rubio un poco más alto que yo que se mueve en un pie y después en el otro, ansioso. Al verme, despega los labios y está a punto de decir algo en voz alta, pero soy rápida y lo callo con la mano.

—Habla en voz baja, por favor —musito cerca de su rostro.

Asiente con lentitud y nerviosismo.

Despego la mano de su boca sudorosa.

—Lo siento, solo no sabía que la señora y el señor Connecticut tenían visita…

—Sí, una familiar lejana.

Junta sus labios, más impulsivo que antes.

—¿También entraron aquí? Vivo al otro lado. Me preocupé porque por mi casa pasaron. Pensé que les hicieron daño o algo porque… En fin, veo que los señores no están. Ehm… Yo… ¿Estás bien?

Trago con dificultad.

—Sí, estoy bien. Gracias por preocuparte.

—Intuyo que los señores han de estar dando su sangre.

—Así es.

Se rasca el cogote, inquieto.

—¿No te toca hoy? —Niego—. ¿Puedo saber quién eres? Soy Remi, es un gusto.

—Es un placer conocerte, Remi. Eh… —Pienso en un nombre.

Verdad, ¿cuál es mi nombre?

—¿No quieres decírmelo? —Se entristece—. Comprendo.

Busco en su ropa algo que pueda atraer mi inspiración. Tiene la camisa metida en un desprolijo pantalón de algodón. Las tiras a duras penas lo sostienen. Sus zapatos están sucios y un poco raídos. No, no hay nada que me inspire. Inspiro y cierro los ojos. Tengo un nombre, lo sé, pero nada llega a mi mente y un leve escozor se genera en mi frente por tanto esforzarme.

Entonces se me ocurre el nombre de una planta. Podré basarme en ella para crear un apodo aunque sea.

—Dime Eli.

El heliotropo parece ser muy querido por Joanne, así que me baso en él.

—¡Es un gusto, Eli! —Estrecha mi mano. A regañadientes, le devuelvo el apretón—. Me alegra muchísimo que no te hayan hecho algo. ¿Te pidieron la carta de estadía temporal? —Abro los ojos de más, anonadada—. Siempre piden eso cuando te quedas temporalmente con un familiar. ¿Sabes? Es extraño que estén revisando todas las viviendas del sector. No suelen hacerlo, a no ser que busquen a un fugitivo. —Su gesto se ensombrece—. Si sabes de uno, dímelo. La señora y el señor Connecticut son…

—No deberías decirlo tan a la ligera —mascullo—. Pueden estar cerca y oírte.

Aprieta la mandíbula.

—Lo siento. ¿También eres…?

—Sí, soy integrante, pero eso no viene al caso. —Agarro la puerta—. ¿Qué haces aquí exactamente?

Sus ojos resplandecen. Ahora su compostura cambia del todo; se endereza y se vuelve más alto, su porte se cuadra y su rictus se vuelve serio, casi como un militar que comprueba si hiciste algo mal.

—Ya puedo comprobar lo que me dijeron Joanne y Marcus. —Ahora su tono es más ronco. La jovialidad se desvaneció, algo que ya lo hace ver mayor. Lo es, solo que parece joven—. Soy la mano derecha del líder de nuestro grupo, de modo que te doy la bienvenida, Eli.

Doy unos pasos atrás, pasmada.

—¿Qué…?

Entra sin mi permiso. Veo su espalda ancha y larga. Su cabello está peinado hacia atrás, cosa que lo hace verse más imponente.

—Sé cómo llegaste aquí y que eres protegida de Marcus. Pude comprobar que tu elocuencia y don de envolver son perfectos. Casi me creí tu mentira de no haber sido por tu expresión cuando nombré la carta. —Se gira para echarme una larga ojeada—. No recuerdas tu nombre, ¿verdad?

Hago una mueca.

—Te dijeron todo —afirmo.

—Aproveché la situación para acercarme y comprobar con mis propios ojos lo que tanto me comentaron anoche —obvia lo que acabo de decir—. Mira, Eli, el que seas una fugitiva desmemoriada complica las cosas. Como no sabemos por qué te atacaron hasta el punto de generarte una amnesia por una contusión en la cabeza, no sabemos a qué nos atenemos. Los vampiros, al parecer, buscan algo muy importante para Aloysius, y ciertamente intuyo que ese objeto singular eres tú. —Se sienta en el mueble alargado y me señala la silla frente a él. No acato—. El comportamiento de esos sabuesos no es habitual, así que buscan eso que tanto pide y atesora Aloysius. Qué grata casualidad que veinte días después de tu aparición pase esto, ¿no crees?

Me muevo hacia el extremo de la sala, cerca del horno, y me cruzo de brazos con la vista fija en la yesca.

—De alguna manera, sé que ese objeto soy yo —menciono, ida—. No es una casualidad que estén aquí. Sí, no recuerdo nada, ni siquiera algo de mi infancia o un pequeño fragmento de lo que sucedió, pero sé que no soy alguien peligroso para tu organización.

—¿Cómo puedes saberlo?

Lo contemplo y ladeo una sonrisa.

—Mi intuición y mi corazón no me fallan, así que estoy completamente segura de que no soy un peligro para la sociedad.

Se levanta y se acerca. Intenta intimidarme con su altura.

—Investigaré todo lo que pueda sobre ti. Si hallo algo que haga peligrar a mi gente, no me dolerá entregarte a Aloysius como tregua.

—Hazlo, por mí no hay problema.

Entrecierra los ojos.

—Estás muy segura, me gusta. —Se aleja un poco—. Por el momento, sigue llamándote Eli.

Me descruzo y lo encaro.

—¿Quién es Aloysius?

Se toca la barbilla, sonriente.

—Sé que intuyes quién es por tu reacción tan escueta al nombrarlo. —Se acerca a la puerta y la abre—. Nos veremos pronto, Eli.

La soledad retoma el lugar cuando él se va.

Remi es de armas tomar, lo sé. Hay que tener cuidado con él.

De repente, me siento observada, así que me vuelvo para mirar la cocina y más allá de la ventana. Solo hay árboles, algunas gallinas por allí y unos cuantos arbustos. La sensación perdura hasta que me movilizo al porche y luego hasta la parte trasera, donde están las cabellerizas. Me armo de valor para dirigirme hacia los altos abetos. En su oscuridad puede estar mi acosador. Manoteo algunos arbustos y me paralizo al no hallar nada, pero ese sentimiento sigue allí. Retrocedo con la nariz fruncida.

No puedo estar alucinando.

Mi paciencia empieza a agotarse.

Cuando estoy por girarme, oigo el chasquido de una rama al partirse. Ladeo la cabeza sobre mi hombro para saber quién o qué fue el causante. No hay nada. El vasto bosque parece burlarse mí. Seguro fue una ardilla o algún venado. Mi corazón se acelera a la vez que me erizo.

—¡Muchacha!

Pego un respingo y me vuelvo para darle una sonrisa trémula a Marcus.

—¿Qué tal te fue?

Palmea mi hombro y escudriña el paisaje.

—Antes de responder, ¿qué haces aquí?

—Me pareció escuchar algo —me sincero.

Ríe.

—Ah, pudo haber sido un gato salvaje. Abundan en esta zona. —Posa su brazo sobre mis hombros y me conduce hasta la casucha—. Estoy un poco agotado. El que te saquen dos litros de sangre te deja como que enfermo en cierto sentido y también cansado, sin ganas de hacer nada y con solo la idea de dormir.

Lo miro por el rabillo del ojo.

—¿Y cómo está Joanne?

—No tiene la resistencia suficiente como para venir a saludarte. Se acostó y quedó muerta sobre el colchón. Por cierto, ¿pasó algo?

Nos detenemos en el porche.

—Conocí a Remi.

—¿Remi…? —curiosea al sentarse. Arrugo el entrecejo—. ¡Ah! ¡Sí, Remi!

—Parece ser que me dio un apodo. —Me apoyo en la viga a su lado—. No solo lo conocí a él, sino también el aspecto de un vampiro.

Se alerta.

—¿Allanaron nuestro hogar?

Mi corazón se encoge al saber que ya soy parte de su familia.

—Sí. Tenían un comportamiento extraño; buscaban algo. Minutos después de irse, llegó Remi. Al principio se mostró como un joven preocupado, pero a lo último se mostró como es. Oh, no sabía que los vampiros pueden estar acompañados de humanos.

—Son lamebotas —sisea.

Me fijo en el firmamento. Falta poco para que oscurezca.

—Sé que soy yo a quien buscan, es muy evidente.

—Si es así, eres una carta a nuestro favor.

Muevo los labios, contrariada.

—Tal vez sí.

Se levanta y vuelve a palmear mi hombro.

—Es mejor que entremos. Esta vez pondremos peso en la puerta y cerraremos las ventanas con candado. Creo que hay una cadena por ahí cerca de los establos. Nos ayudará a poner más segura la puerta. Recuerda que en la noche acechan pordioseros hambrientos. Pese a que respetan los mandatos de los nobles, el hambre les gana.

Me quedo en el umbral.

—¿Busco las cadenas?

Sonríe.

—Sí, te lo agradecería.

Asiento y camino hacia la caballeriza. En una de las vallas vislumbro la larga cadena gruesa. La enrollo cruzada en mi pecho y busco el candado. Al no dar con él, me adentro en los habitáculos de los cabellos, que resoplan al sentirme. Se calman cuando saben quién no los deja dormir. Ya se acostumbraron a mí, pues me encargo de alimentarlos y cepillarlos. Con la poca luz que brinda el sol caído, busco entre el heno. Nada. Un gorgoteo me obliga a erguirme con las rodillas hincadas en el pasto. Apoyo la mano en el muslo del equino negro, el cual está asustado. Mueve su pata delantera y da golpes profundos en el piso.

Ahora es un gemido el que se oye fuera de donde estoy.

Agarro el rastrillo y tomo una respiración profunda.

Salgo de mi escondite y enfrento al causante de tan fastidiosos ruidos. Abro los ojos de par en par al verlo trastabillar entre los pinos. Su figura desgarbada y desnutrida, además de la palidez de muerte en su piel, lo hacen muy visible en la penumbra que poco a poco se apodera del verdor. Por su mandíbula gotean varios hilos de saliva y alcanzo a entrever sus colmillos. El resplandor rojizo de sus orbes cae sobre mí.

Aprieto el rastrillo.

Un instinto extraño toma fuerzas en mi interior y me obliga a echar a correr en su dirección con mi arma lista para atravesarlo. En un solo destello, clavo el rastrillo en el centro de su pecho y lo empotro contra un pino viejo. Chilla y se retuerce. Me impulso para mantenerlo allí. Ahínco los pies en el pasto y con el codo golpeo su mandíbula, la cual cruje por el impacto. Sin contener esta vorágine de emociones, golpeo una y otra vez su cara con los huesos muy marcados. En un abrir y cerrar de ojos, mis dedos se entierran en su denso cabello. El sonido de su piel rasgarse en su cuello me aviva a halar más. La sed de verlo morir es tanta que no logro discernir entre mi yo empático y el que aclama sangre, que desconocía hasta ahora. Su voz truena cuando la carne y los músculos se desgarran más. El palo del rastrillo se astilla por la fuerza que ejerzo en él a la vez que me esfuerzo por arrancarle la cabeza. Acerco mi rostro al suyo; nuestras narices se rozan y nuestros alientos se mezclan.

El reconocimiento pasa por sus pupilas tan rápido como las cenizas que empiezan a surgir de sus extremidades para luego desvanecerse con la brisa que llega del norte.

Retrocedo con el rastrillo en manos y escruto, estupefacta, el tronco del árbol solo con la abolladura de mi arma improvisada. Como puedo, regreso por la cadena, no sin antes agarrar el candado, y vuelvo con Marcus, que me espera en el porche.

Aclaro mi garganta cuando se queda viendo el rastrillo.

—¿Pasó algo?

—Oh, no, solo es mi arma improvisada —me excuso y le entrego lo que me pidió—. Pensé que cualquier cosa podría atacarme mientras buscaba esto.

Agarra las cadenas y las enrolla en su antebrazo.

—Bien pensado. Ahora vamos a dormir, que mañana nos toca madrugar.

Asiento.

—Eh, ¿cómo mueren los vampiros?

Se detiene en el umbral de la casa.

—Se vuelven cenizas, ¿por qué?

Comprimo los labios.

—Curiosidad.

Sigo su espalda y me acomodo en el sofá, el cual hace de mi cama. Joanne me entrega unas mantas y palmea mi mejilla con una sonrisa. Marcus se viste en el baño y regresa con su pijama puesta. Ambos se acomodan en su cama y me desean las buenas noches. Distraída, les contesto en voz baja.

Pienso en Remi. La curiosidad de saber quién es el líder me impide hundirme en el mundo de sueños. No solo eso, también ese malestar en la boca de mi estómago que me invita a cavilar sobre lo que sucedió hace poco. Maté un vagabundo como si nada. Cierro los ojos y aprieto los dientes. La adrenalina te hace más fuerte y veloz de lo que eres, así que no debo preocuparme por eso, pero en cierto modo mi mente se ríe con ese resultado y me i***a a profundizar. Me cubro con las mantas. No, solo fue el momento el que avivó ese instinto de protección y pelea, nada más.

Parpadeo y miro la ventana.

A través de la madera que la cubre vuelvo a sentir que hay algo más allá de ella que me invita a salir en su búsqueda. Otra vez el susurro de ese nombre que no logro comprender me llama y clama por mi atención. Me incorporo y compruebo que la pareja está dormida; roncan como nunca. En silencio y con cuidado, doblo las mantas y me deslizo hasta la puerta. Toqueteo las cadenas y paso las yemas de mis dedos por el candado. Me vuelvo para buscar en la mesita al lado de la cama del matrimonio las llaves. Doy con ellas en el segundo cajón y regreso con el metal oxidado. Muevo las cadenas con suavidad y las dejo en mi intento de colchón. Guardo la llave en el delantal y me adentro en el porche, cierro la puerta y me siento en las escaleras. Alzo la vista; el firmamento me muestra unas estrellas vivaces que marcan un camino entre las nubes.

El frío de la madrugada se hace presente, al igual que la neblina.

Paso mis manos por mis brazos para darme un poco de calor.

Hacer guardia, como todas las noches anteriores, es lo único que me mantiene tranquila.

A lo lejos diviso el brillo de las antorchas que pululan en el bosque. Son de los guardias, aquellos campesinos que se arriesgan a cuidar de su pueblo en medio de tanto peligro. A veces me gustaría unirme a ellos, pero recuerdo que no soy más que una desconocida y esos deseos se esfuman tan rápido como llegaron. Remi está con ellos, lo sé. Al ser la mano derecha de su líder debe estar con aquellos que prefieren arriesgarse para darles comodidad a sus familiares mientras duermen.

Me levanto y me apoyo contra la valla.

Si lo pienso con la cabeza fría, es mejor quedarme. Le debo a Marcus y a Joanne mucho. Hacer esto, dejar mi pellejo expuesto, es un pago suficiente.

El haber matado a ese vagabundo reavivó las llamas de una lucha constante en mi interior, la cual me pide sumirme en anhelos de querer matar a más. Podré rellenar ese vacío si me uno a los guardias, pero dudo mucho que Remi me dé ese voto de confianza.

El relincho de los caballos hace que mis divagaciones cesen y que la adrenalina vuelva a correr por mis venas. Con rapidez, me giro para volver al interior de la casa y agarrar las cadenas, las paso por las bisagras y las uno con el candado. Echo a correr hacia los establos cuando me aseguro que las he puesto bien. Salto la valla del recinto y ruedo entre el heno hasta meterme en el cubículo de la yegua preñada. Me asomo para ver más allá; los demás caballos están bien.

Cuando escucho algo fuera de lugar en el espacio, me giro y enfrento al causante.

—Deberías estar durmiendo.

Inspiro y me incorporo.

—Buenas madrugadas, Remi.

Se cruza de brazos, escéptico.

—No deberías arriesgarte, Eli.

—No puedo alcanzar el sueño, así que prefiero hacer guardia y proteger este terreno. —Salgo del cubículo y entierro los dedos en el largo cabello de la yegua, que suspira por el toque—. Me siento en deuda con los Connecticut.

—Estar aquí los pone en más peligro.

Le entrecierro los ojos.

—No, conmigo eso no pasará.

Las comisuras de sus labios se estiran.

—Para eso estoy aquí. Me encargo de cuidar este sector esta noche. Suelo hacer relevos muy constantes por estos lares. —Abre la verja y me invita a pasar—. ¿Ves esto? —Me muestra un revólver prensado a su pantalón y oculto por su gabardina—. Un solo disparo en medio de las cejas y ya estaremos libres de peligro.

Camino delante de él hacia el porche y me vuelvo a sentar en mi lugar de siempre.

—Las balas están hechas de plata, ¿no es así?

—La mejor plata que podemos hallar en estos tiempos. —Se para frente a la valla—. ¿Quieres unirte a la guardia?

Cuadro los hombros con una repentina emoción.

—Me gustaría, sí, pero es mejor que me quede aquí.

—Sí, es lo correcto. —Guarda sus manos en los bolsillos de la gabardina—. Hasta que llegue nuestro líder, es mejor que te quedes quieta y sigas arando todas las mañanas con Marcus.

Junto los párpados y suspiro.

—Te quedarás, ¿verdad?

Se vuelve y me sonríe. —Oh, claro que sí.

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