El hombre ofrecía resistencia, su orgullo no le permitía arrodillarse. Pero no estaba frente a cualquiera, estaba frente a Ángel Roquefeller, un joven al que la vida le enseñó a los golpes que no se puede tener compasión por nadie.
—¡He dicho que te inques! —gritó Ángel, ejerciendo más presión sobre su agarre hasta doblarle el brazo hacia atrás—.
—¡No eres el primer perro al que enfrento por golpear a una mujer! Créeme, ya sé cómo tratarlos.
Hablaba de Fabricio, a quien también sometió cuando lo vio agredir a Melany.
—Ay… me vas a quebrar el brazo… —se quejó el hombre entre dientes.
—Eso depende de ti. —advirtió Ángel con frialdad—.
—Perdón, Yeimy… por favor, discúlpame… —su voz ya no tenía la fuerza de antes.
—No te escucho. Habla como hombre, como cuando le gritabas para hacerla sentir menos.
—Ángel, ya es suficiente. —Yeimy estaba asustada; nunca lo había visto tan molesto.
—Hermana, dime… ¿cuántas veces le pediste que se detuviera? ¿Que no te golpeara más?
—Muchas… —respondió ella