La mansión de Alexander estaba envuelta en una atmósfera de misterio y ocultamiento.
La mañana comenzaba a filtrar los primeros rayos de luz en el lujoso comedor, donde Margaret, inquieta y preocupada, bajó con Ben en brazos para desayunar. La pesadez se hacía cada vez menos soportable, había sido una noche muy… intensa.
Las sirvientas, siempre atentas a las órdenes de Alexander -quien aún no se había dignado a aparecer-, se acercaron de inmediato para servir a Margaret, pero ella intentó rechazar su ayuda.
—No, gracias, Catrina. Puedo servirme yo misma hoy —dijo Margaret levantando su mano con delicadeza —. No se preocupen, tengo manos y pies como todos los demás.
—Lo siento, señora Margaret, pero es una orden rotunda del señor Alexander. Debo asegurarme de que usted y el pequeño Ben estén bien atendidos.
—Y, ¿acaso ustedes no se cansan de recibir tantas órdenes? — Margaret bufó, ante ella, que la miraba un tanto sorprendida con la pregunta.
Catrina y Sheila se voltearon a ve